Por: Manuel Humberto Restrepo Domínguez
La democracia en América, la de
norte y la del sur, ya no se parece a la que en 1835 Tocqueville reconoció
diciendo que nada lo había sorprendido más que la igualdad de condiciones y su
influencia prodigiosa sobre la marcha de la sociedad y de su revolución
democrática. No es la época de reyes que se arruinan en las grandes empresas,
sino de potentados que saquean al Estado, no es la de nobles que se agotan en
las guerras privadas, si no de élites que se lucran de guerras de beneficio
privado adelantadas con recursos públicos. No es la época de labriegos que se
enriquecen con el comercio, sino que son despojados por este y el negocio
legal/ilegal es la fuente que nutre la barbarie y alienta a los poderosos y,
los financieros ya son un poder político al que se desprecia y adula al mismo
tiempo.
Colombia hace la síntesis de todo
eso y refleja que la mejor forma de decir ya no es hacer, como decía Martí, si
no imponer una mentira y sacarla adelante. La relación USA-Colombia no puede
leerse como de equilibrio o amistad recíproca, si no como una fórmula de sumisión
de élites que tienen muy claro que con el gobierno de USA se configura la
agenda del poder local y eso no lo discuten. Así ha ocurrido en gobiernos
civiles o militares y así será en el 2019, según la agenda del presidente:
reinventar la guerra interna, destruir y reconstruir a Venezuela y hacer de
cada bien público un mal negocio.
Es una dinámica de líneas
paralelas. Por la línea interna, empuja el proceso de paz hacia una
renegociación judicial, que doblegue el acuerdo político y lo sustituya paulatinamente,
a la par que busca una excusa creíble que otra vez convierta a la guerra en
fuente de inspiración y legitimación. El gobierno está urgido por terminar de
crear al enemigo interno, para decretarlo y justificar la violencia que lo
reafirme en el poder.
Por la línea externa, se esmera
en demostrar que es el aliado perfecto de USA para liderar el complot contra el
gobierno hermano y mantener viva la esperanza de concretar una invasión
militar, antes que las olas migratorios pierdan su entusiasmo aquí y allá y
entiendan que después de la guerra unos se quedarán con las riquezas, otros con
el poder y ellos se quedarán con nuevos horrores y con sus propios muertos pero
sin tierra para enterrarlos.
Ni teórica ni empíricamente,
puede decirse que Colombia avance en democracia, aunque se pregone o se intente
exportar como modelo y referencia de otros. Se sigue matando como en el peor
momento de barbarie y se trata a la ciudadanía como subalterna y delincuente,
conforme a su lugar en el estrato, usado para marcar a las víctimas e
identificar con mayor precisión a los poderosos que pueden gozar de impunidad y
privilegios.
El gobierno da muestras de tener
angustia por su propio futuro, no por el del país, porque se le pasa el tiempo
y no logra consolidar un mecanismo de escape, que le permita desencadenar su
doble propósito de poder basado en la violencia. Del lado interno requiere al
enemigo decretado para desplegar su fuerza y tratar de conjurar la presión
social que ejercen amplias mayorías inconformes y ahogadas en impuestos
impagables, precariedad y deficiencias en todos los sistemas sociales, mientras
la injusticia crece entre impunidad y corrupción y; del lado externo requiere
justificar conexiones con ese enemigo interno, que valide su retórica y
facilite posibles ataques al territorio vecino con servilismo e intenciones
coloniales para que américa sea toda de los americanos liderados por Trump y
sus seguidores Bolsonaro, Duque, Macri y Lenin.
Adentro de las fronteras la
depredación humana, anuncia que hay fascismo, aunque se pregone democracia, si
se toma como base la secuencia de asesinatos selectivos, cuya rudeza ya supera
al enero de 2018, que con 28 líderes sociales asesinados, valió para que el
alto comisionado de derechos humanos en Colombia (Zeid Ra’ad) calificara la
situación de alarmante por el elevado número de activistas y defensores de
derechos humanos asesinados.
2019 en solo 6 días supera la
tendencia del destino sangriento, que en fascismo serían simples crímenes o
neutralizaciones, a la usanza de los falsos positivos, pero que si es en
democracia, hacen responsable directo al presidente de la república, por
tratarse de personas especialmente protegidas (líderes y defensores/as) y que
por no ser fortuitas si no sistemáticas consecuencias de una violencia criminal
(ya no atribuibles a la insurgencia), el gobierno se ve obligado a mirar hacia
el único actor que no ha cambiado su posición: las elites y junto a ellas
militares y terceros, actuando en connivencia o aquiescencia con el Estado.
El gobierno, ofreció democracia,
pero entrega fascismo, según su actuar ajeno a las demandas del país, con nulo
interés por desmontar internamente las empresas criminales, con negativa a
llevar a juicio a los responsables de delitos de lesa humanidad, incrustados en
batallones, brigadas y despachos, y sin ataques al modus operandi de sicarios
que ejecutan, paramilitares que ordenan y militares y terceros que planean.
Tampoco le interesa eliminar de la doctrina castrense la creencia en que “todo
individuo descontento o inconforme es un enemigo en potencia”. Es decir no le
asiste interés democrático por centrarse en un marco de tolerancia cero ante el
ataque a líderes o defensores de derechos, ni tiene interés en superar
situaciones graves como el estado de cosas inconstitucional del desplazamiento
forzado (encubierto con migración) o; defender, reconocer y proteger a las
víctimas del conflicto armado o; fortalecer las estructuras de la Justicia
Especial de Paz y buscar la verdad o; garantizar la devolución de tierras despojadas
o; simplemente impedir que agentes del estado o que actúen a instigación suya o
con su consentimiento o aquiescencia mantengan su patente de corso para cometer
los actos atroces que cometen contra la población civil negando las normas de
coexistencia humana. El presidente capitanea el barco colonial hacia el país
vecino y el suyo naufraga.
Fuente: Agencia Prensa Rural
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