Por: Damián Pachón Soto
dpachons@uis.edu.co
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José Saramago decía que “la filosofía debería incluirse
entre los derechos humanos, y todo el mundo tendría derecho a ella”. Pues bien,
este texto invita a incorporar la filosofía en la formación de los niños, lo
cual favorece, entre otras cosas, fomentar el pensamiento crítico y cualificar
la democracia de un país.
Nacer es venir al mundo; es caer en el tiempo y en el
espacio; es comparecer ante los otros. Por eso, desde los primeros años, esa
tabula rasa que es el niño, inicia un proceso de aprendizaje, de formación y de
subjetivación, proceso que determinará, en gran parte, su vida futura. En este
sentido, el niño es, como se dice, una esponja que absorbe todo: recibe las
primeras impresiones del mundo, la estela de los olores que ayudan a fijar la
memoria, el lenguaje que constituirá su yo, el sedimento de su experiencia y
del sentido del mundo, su identidad personal, su pequeña historia.
Estos primeros años son los peldaños de la vida, que, por
paradójico que parezca, inician también su camino hacia la muerte. Nacer es
empezar a morir, pues la muerte siempre es una realidad en marcha, subterránea
en cada uno de nosotros. Pero mientras tanto, en los primeros años, nuestra
vida va en ascenso, cuesta arriba. Y en esta primera parte de la
existencia se debe labrar, como escultor que esculpe su estatua. No es un
ejercicio que el niño hace sólo, para ello se requiere de paideia, guía,
método, camino. Es ahí cuando aparece la familia, en sentido amplio; los
adultos, la escuela, los compañeros de jardín, los primeros profesores. Es el
rico y necesario proceso de socialización que hará del infante
un ciudadano futuro.
Ya desde esta edad se puede empezar a filosofar. Pero para
ello es necesario superar las concepciones tradicionales sobre los
infantes. Hoy hay un creciente movimiento llamado filosofía para
niños, derivado de los intentos pioneros de Matthew Lipman en 1969,
quien inició el programa Philosophy for children, donde a
partir de novelas, ejercicios, juegos, diversos métodos, exploró la formación
filosófica de los niños. Por ejemplo, Lipman pensaba que “los personajes de
ficción en la novela filosófica pueden servir como modelos de diferentes formas
de conducta razonable para los niños reales que están en la clase”.
En el caso de la filosofía para niños hay que decir que este
movimiento ha originado cuestionamientos interesantes, entre ellos, las
diferentes concepciones históricas en torno a la infancia, sus diferencias con
la adultez; las discusiones en torno a si los niños carecen de razón y tienen
exceso de sensaciones como pensaba Platón; si en la infancia el niño no se
reconoce frente al mundo como en la teoría del narcisismo infantil de
Freud; si son seres maleables a quienes podemos acuñar a nuestro antojo o,
en pocas palabras, si son “una versión incompleta o imperfecta de los adultos”.
Además de estas necesarias discusiones, lo importante es que hay un consenso
desde Lipman de que la filosofía practicada desde la infancia favorece la vida
democrática, la convivencia, forja la personalidad, construye la
individualiudad, fomenta la autonomía, la tolerancia, depura la capacidad de
juzgar, facilita las habilidades comunicacionales, alimenta la imaginación,
entrena dialécticamente el pensamiento para la argumentación, aumenta la
capacidad conceptual y propicia el pensamiento crítico de los niños.
Lo que debe hacer el adulto es escuchar atentamente al niño,
sus ocurrencias, sus preguntas, sus inquietudes. También se pueden hacer
ejercicios con ellos, donde a partir de preguntas inocentes, espontáneas, se le
puede llevar a reflexionar. Por ejemplo, a un niño parado frente a un espejo se
le puede preguntar quién es él, el reflejo. Seguramente dirá “soy yo”.
Seguidamente se le puede plantear la pregunta hipotética: “¿si te quitara los
tenis que tanto te gustan, tu camiseta, tu peinado, seguirías siendo tú?”. O,
que, si fuera más alto, viviera en Japón y fuera hijo de otros padres,
“¿seguirías siendo tú?”. Estas preguntas están directamente relacionadas con el
problema de la identidad. Desde luego, no se trata de
enseñarle teorías, sino de escuchar sus respuestas e incitarlo a reflexionar y
a pensar.
Gareth Mathews trae muchos ejemplos en su libro El
niño y la filosofía.Aquí uno de ellos: Una niña de nueve años
preguntó: “Papá, ¿realmente existe Dios? El padre respondió que no era muy
seguro, a lo cual la niña replicó: “Realmente debe existir porque tiene un
nombre”. Esta es una reflexión filosófica de la niña, pues tiende a creer que a
todo nombre debe corresponder una cosa real, en el mundo, a la cual el nombre
corresponde. En filosofía, es el problema del nombre y la
referencia, tema tratado exhaustivamente por el filósofo colombiano
Freddy Santamaría en su libro Hacer mundos. Pronto se le puede
hacer caer en cuenta a la niña, que no todo lo que tiene un nombre tiene
referente, pues existen las palabras “infierno” o “cielo”, “ratón Pérez” y
nadie los ha visto hasta el momento.
Desde luego, no se trata de hacer del niño una máquina
filosofante, ni de impedirle disfrutar esta época de inocencia y juego, sino de
incluir la filosofía en su vida, como parte del proceso de formación.
Finalmente, debo decir que, sin ser experto en este tema, esta labor requiere
entrenamiento pedagógico, capacidades empáticas, paciencia, audacia,
creatividad y, desde luego, conocimientos sobre el desarrollo cognitivo de los
niños. Es, también, una invitación a prestarle más atención a lo que los niños
preguntan y dicen.
Fuente: El Espectador
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