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lunes, 14 de enero de 2019

ADOLESCENCIAS DE LA FILOSOFÍA


Mauricio Langon*

La filosofía adolece de saber y adolece de querer saber.

Quisiera hacer algunas reflexiones referidas específicamente al filosofar en la adolescencia, en  ese período de cruces en que se pasa de la infancia a la adultez. Lo haré recurriendo a algunos textos breves.

1.     

“León es el autor de una tarjeta postal dirigida a su padre, que Henri Joly nos transmite en La infamcia culpable (París, 1903). Termina con estas palabras: « Mamá me agarró y me encajó una paliza. Yo, indignado, le dije que me tiraría del puente de Austerlitz. Pero no; me enveneno. Te abrazo, tu hijo, León. » Y no olvidó agregar: «Abraza a toda la familia por mí. Adiós. »” 
(Douailler, S.: Le mal de savoir)

El asombro entendido como "esas cosas que no te dejan dormir"  es origen del filosofar. ¡Cómo! ¿en las aulas con adolescentes, tan protegiditas? Capaz que el espanto golpea ahí a los jóvenes mucho más que a nosotros, adultos, seguros en nuestras férreas torres de marfil, quizás sentados dialogando en "comunidad de indagación", o participando en un panel, o escuchándolo. ¿Qué pasa con el mundo alrededor, mientras tanto?
A nosotros es más raro que los impactos del mundo no nos deje dormir. O vivir.
En cambio, un golpe movió a León. Lo movió al suicidio. Pudo moverlo a filosofar.
Quizás matarse fue su filosofar; quizás lo fue escribir.

2.     

¿Hay diferencia -y, si la hay, en qué consiste- entre discutir estos asuntos impactantes con adultos, con niños o con adolescentes? ¿Hasta qué punto son cuestiones filosóficas o políticas, (que podemos discutir entre adultos que sabemos, y que pueden plantear y resolver el problema) y hasta qué punto son cuestiones educativas (casos descafeinados que podríamos ponerle a los muchachos para que aprendan a pensar, a discutir, no para que piensen y discutan; parece que ellos no puden entender bien el problema, que no tienen elementos para resolverlo... y capaz que se nos matan...)
¿Qué relación hay entre permitir que los espantos nos golpeen personalmente, educativamente o políticamente? Y, si quiero que mis clases sean filosóficas, tengo que hacer que golpeen, y que lo hagan de verdad.
Así que, si salen educativas, si permiten aprender algo, será de rebote, porque fueron filosóficas e impactaron en serio, personal y políticamente.
Las clases filosóficas no son nunca sólo simulacros: son ejercicios con armas cargadas.

3.     

La cuestión tiene que ver con los cruces con los conflictos reales que atraviesan en múltiples sentidos toda comunidad real de indagación; el vínculo entre cualquier grupo humano (cualquier “interior”) y la realidad "exterior" que lo atraviesa.
¿Cómo, específicamente, en un aula con adolescentes?
Una pista importante la da un texto de Dussel en que dice (en referencia al mito bíblico de Caín y Abel) que cuando cada muchacho y cada chica nace a la libertad, en la adolescencia, ya está el hermano asesinado, y ya está instalada una sociedad en que está bien matar al hermano, y en que es aceptado y propuesto el fratricidio. Esa  interpretación del "pecado original" permitiría ubicar con precisión la cuestión de la diferencia entre filosofar con jóvenes y filosofar con niños, también entre pedagogía y otra cosa que algunos llaman andragogía: la diferencia está en el nacimiento a la libertad, en la posibilidad de participación en la “polis”; en la posibilidad de acción; en la necesidad de asumir resposabilidades.
Antes de eso, tal vez, filosofar, debatir, pueda ser un ejercicio inofensivo, un simulacro, un juego. Tal vez.
En la adolescencia, filosofar se hace cosa de vida o muerte, de sentido de la vida, de inserción en el complejo proceso de cambio del mundo. Y si es así, entonces, en el momento en que la educación filosófica toca a los jóvenes, lo hace en el cruce de la comunidad educativa con la comunidad política. Eso transforma al aula en una muy peligrosa y asombrosa y filosófica encrucijada.

4.         

Dice San Pablo: "El amor nunca pasará. Algún día, las profecías ya no tendrán razón de ser, ni se hablará más en lenguas, ni se necesitará más el conocimiento. Pues conocemos algo, no todo, y tampoco los profetas dicen todo. Pero cuando llegue lo perfecto, lo imperfecto desaparecerá. Cuando yo era niño hablaba como niño, pensaba y razonaba como niño; pero cuando fui hombre, dejé atrás las cosas de niño" (I Corintios, 13,8 -13).
A lo mejor de eso se trata al filosofar con jóvenes, de dejar los juegos de niños.
Ese texto paulino culmina el famoso himno al amor. Establece una jerarquía en que el amor aparece por encima de toda sabiduría, de todo conocimiento y acción, de la fe y de la esperanza. Se habla, piensa y razona “como niño” cuando aún no se (re)conoce la supremacía absoluta del amor, mientras se sigue necesitando fe y esperanza.
Quizás se podría plantear nuestro problema filosófico en términos de gente que quiere amor en un mundo que quiere otra cosa. En el fondo, quizás es el mismo problema de Pablo de forjar un hombre nuevo. Pero después de pasar por una experiencia histórica que muestra las limitaciones de la fe (de las convicciones) y la impotencia relativa del amor (en cuya base está, sin embargo, la potencia: su capacidad de engendrar), mantenidos ambos -fe y amor- por una esperanza; cansada pero insistente.
El problema sigue siendo el mismo de San Pablo: seguir actuando por fe, amor y esperanza, aun sospechando que ser martys (testigo) del amor te lleva a ser mártir.
“Entonces no seremos ya niños a los que mueve cualquier oleaje o cualquier viento de doctrina, y a quienes los hombres astutos pueden engañar para arrastrarlos al error” (Efesios, 4, 14), espera Pablo. Dejar de ser niños es dejar de ser barcas al garete arrastradas por cualquier oleaje; es pasar a ser capaces de fijar su propia ruta y capear temporales y evitar astutos engaños.
Es el punto de la educación filosófica en un momento de transición.

5.     

Cállicles le escupió a la cara a Sócrates:
 “Es bueno conocer filosofía en la medida en que sirve a la educación, y no es vergozoso filosofar cuando se es joven. Pero el hombre maduro que sigue filosofando hace una cosa ridícula, Sócrates, y los hombres que se dedican a filosofar se me hacen como esos hombres que balbucean y juegan como niños. Cuando veo un niño que balbucea y juega, es algo propio de su edad, me encanta, lo encuentro gracioso, muy conveniente a la infancia de un hombre libre; mientras que si oigo a un niño expresarse con precisión, eso me entristece, lastima mi oído y me parece tener algo de servil. Un hombre hecho y derecho que balbucea y que juega es ridículo; no es un hombre, dan ganas de azotarlo. Es precisamente lo que siento respecto a los filósofos.  En un joven me gusta mucho la filosofía; ella está en su lugar y denota una naturaleza de hombre libre: el joven que no se dedica a ella me parece un alma inferior, incapaz de proponerse una acción bella o generosa. Pero, Sócrates, un hombre de edad que sigue filosofando sin parar, merece ser azotado.[1]
Vamos, ¿no te da vergüenza ocuparte todavía de filosofía? Esas cosas son un jueguito para que se diviertan los niños, pero las personas adultas se dedican a cosas serias. A la guerra, por ejemplo. O a la política, que es su continuación o su antecedente. El planteo socrático no fastidiaría, no merecería ser perseguido y muerto, mientras fuera puramente un juego de niños, mientras charlara con jovencitos ociosos, mientras fuera un mero ejercicio retórico, una pura di-versión separada (o que hiciera abstracción) de la realidad político-social y de los efectos que en ella pudiera tener. El diálogo socrático no sería un enemigo peligroso mientras se mantuviera al margen de las cosas serias, de las “cosas de hombres”. Mientras no se desubicara y nos descolocara.
Pero el filósofo es un desubicado y le encanta descolocar. La reivindicación socrática es no hacer sólo “filosofía para niños”, filosofía como instrumento de la educación, sino seguir preguntando, cuestionando, criticando, aún de viejo, aun muriendo.
Y sembrando siempre y hasta lo último el virus crítico, también en quienes están en condiciones de asumir responsabilidades políticas, en quienes pueden realizar acciones que afectan la vida de la “polis”, en quienes la pueden efectivamente cambiar.
Con el peligro de muerte que implica. La muerte de Sócrates no difiere mayormente de la de León...

6.     

He aquí la gran dificultad del filosofar con adolescentes: en pasar de la teoría a la práctica, a las decisiones, a la responsabilidad; en pasar de la niñez a la adultez. También de las tutorías a la libertad.
Pero, en realidad, Mat Lipman es tanto o más peligroso en el mismo sentido: vio muy clarito que difícilmente pueden salir adultos capaces de asombro, cuestionadores, democráticos, filosóficos, insatisfechos, buscadores, de niños acostumbrados a no preguntar y a acatar la autoridad ("-¿Por qué?" -"Porque sí; porque yo digo. Si seguís preguntando te la ligás". Y si te la ligás, quizás te matás).
De modo que ciertos "juegos de niños" (esa locura de intentar filosofar con niños) son "simulacros" muy serios; y el filosofar, una actitud que se va desarrollando durante toda la vida y sigue creciendo.
Claro que también crece la cicuta.
MLC 24 de julio de 2005



* Comunicación a las I Jornadas Internacionales de Fiolosofía, “Infancias en la filosofía: experimentar el pensar; pensar la experiencia”. Buenos Aires, Novedades Educativas, 22-23 de julio de 2005.
[1] Platón: Gorgias, 485 a-d; versión propia.

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