Por Diego Singer (UBA – UNSAM)
En oposición a lo que pensaba Marx, para quien la humanidad se plantea únicamente los problemas que puede resolver, el problema que se puede construir a partir del acontecimiento no contiene implícitamente sus soluciones, que deben por el contrario ser creadas.
Maurizio Lazzarato
Principio de incomodidad
Estamos incómodos. Quiero partir desde esa certeza difícilmente discutible. Hay una incomodidad física, palpable en el encierro, en la quietud obligada, en la falta de aire y sol, en la imposibilidad de caminar. Estamos incómodos también en la falta de certezas respecto a lo que está pasando, a cómo afrontarlo o a lo que puede suceder. Este sentirse fuera de sitio es producto de una interrupción y a la vez consecuencia de la necesidad de un hacer distinto.
Estamos incómodos, y este es uno de los principios posibles del pensamiento y de la transformación de la vida. Después de todo, queremos hablar de mundos posibles o, mejor aún, esperamos con oídos atentos a esos mundos posibles que ya están hablando por sí mismos. Por eso es fundamental que no nos apuremos a salir de la incomodidad en la que estamos. No nos adaptemos rápida y eficazmente a las nuevas condiciones imperantes como si no hubiera pasado nada. Porque esa es la regla que tienen siempre aquellos que se adaptan: hacer como si nada pasara en la vida. Con o sin pandemia. Con o sin cuarentena.
Cuando el Zaratustra de Nietzsche se encuentra con los hombres superiores, les dice que han llegado hasta su caverna porque no se acomodaron. Para cada uno de ellos había una posibilidad de adaptarse exitosamente a una función social pre-determinada, pero algo los incomodaba y sólo por eso empezaron a ir hacia otro lado. Nietzsche discutía en este mismo sentido el concepto de adaptación en la teoría de Darwin: la vida no se adapta a nuevas condiciones, salvo que esté muy debilitada, adaptarse sin más es claudicar; lo viviente sano y afirmativo interpreta/re-crea/transforma sus condiciones.
Los mundos posibles no son abstracciones ni utopías, no son simples posibilidades lógicas (como en la filosofía de Leibniz), son encarnaciones materiales que están siempre germinando y que, sin embargo, permanentemente nos encargamos de pisotear antes de que puedan madurar. ¿Cuáles son esos mundos posibles que están asomando bajo nuestros pies y en nuestros corazones? Tenemos que abrir bien los oídos. ¿Qué es lo que de ellos queremos hacer madurar y qué queremos evitar que crezca? No debemos simplemente disputar los sentidos de lo que acontece, debemos crearlos.
Si pensamos es porque algo nos fuerza, es porque hay un encuentro entre fuerzas. Gilles Deleuze afirmó que hay algo en el mundo que fuerza a pensar. El pensamiento no es un automatismo ni un voluntarismo. No pensamos porque le ponemos ganas, pensar no es un emprendimiento voluntarista del individuo. Lo que fuerza a pensar es una situación, un problema, un acontecimiento que puede hacer síntoma como incomodidad y, a la vez, es mucho más que eso.
Es importante que podamos indistinguir la frontera que establece el sentido común entre “pensar” y “hacer”. Hay quienes afirman que ahora no es el tiempo de “pensar” o de “intelectualizar”, sino de “escuchar a los que saben”, esto es, a los especialistas en virus o pandemias y obedecer lo mejor posible lo que debamos hacer de acuerdo a su criterio.
Tenemos que ser capaces de sostener una y otra vez que no hay simplemente un problema técnico que resolver. Si aceptamos eso, estamos perdidos. Pasamos a ser engranajes o, de forma más actual, células y bits, en un dispositivo técnico gobernado por expertos. El gobierno técnico de nuestras existencias es el fin de los mundos posibles.
No quiero decir con esto, de ninguna manera, que desoigamos las voces de los expertos y que cada cual haga lo que le parezca. El “yo hago lo que quiero” caprichoso o el “a mí no me manda nadie” y otras formas de la estulticia las dejamos para quienes no hicieron aún ningún tipo de trabajo sobre sí. Quiero decir que lo que el saber técnico indique (que no es unánime, como estamos claramente viendo hay distintas estrategias) tiene que estar siempre al servicio de un saber mayor.
Llamemos a ese saber mayor “vida” o llamémoslo “política”, ahora no interesa la especificidad en la nominación, pero si hay mundos posibles, se articulan desde ese nivel y no desde la pretendida tranquilidad que algunos proyectan en la técnica: que todo encuentre solución, que no haya resto. Por otra parte, ese saber técnico está indisolublemente entramado con eso que denominamos “vida” o “política”.
Tenemos que estar atentos frente a la siempre renovada idea de que hay un “hacer” sin un “pensar” involucrado, debemos cuidarnos de cierto anti-intelectualismo que renace siempre que hay cosas urgentes por hacer. Debemos ser capaces de reafirmar que el “pensar” siempre es un “hacer” y, a la vez, como Gramsci claramente indicó: “No hay actividad humana de la que se pueda excluir toda intervención intelectual, no se puede separar el ‘homo faber’ del ‘homo sapiens’.”
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¿Y si la incomodidad y la urgencia de un “hacer diferente” son condición de posibilidad de un pensar que pueda comenzar a materializar otros mundos posibles?
Filosofía y ornitología
Con una resonancia no tan lejana al anti-intelectualismo de quienes creen que hay que dejar de pensar y dedicarse solamente a (no) hacer bajo las órdenes de los expertos, afloraron algunas intervenciones que reaccionaron negativamente a las primeras publicaciones que empezaron a hacer sobre la pandemia filósofos muy reconocidos como Giorgio Agamben o Slavoj Zizek.
Se afirmó que los filósofos se habrían apresurado, que tendrían que haber esperado para escribir, que lo único que hicieron fue acomodar la realidad a los conceptos previos que ya tenían. Inclusive utilizaron una famosísima definición de Hegel para amonestar de algún modo a estos filósofos: “La filosofía llega siempre tarde. En cuanto pensamiento del mundo, aparece en el tiempo sólo después que la realidad ha consumado su proceso de formación y se halla ya lista y terminada. […] El búho de Minerva recién alza su vuelo en el ocaso.”2
La cita habla por sí sola. La filosofía no tendría nada que hacer antes de que la realidad termine de formarse, antes de que un proceso histórico esté listo y terminado. La filosofía no puede, de ninguna manera, adelantarse temporalmente a la realidad, por eso debe llegar siempre tarde. Esto es perfectamente coherente en Hegel, ya que la filosofía no es otra cosa que la realidad (la Idea desplegada material e históricamente) pensándose a sí misma, conceptualizando lo que ella misma ha llegado a ser.
Pero como ya indicaron, entre otros, Marx y Nietzsche de diversas maneras, esta definición hegeliana implica una posición conservadora. Si la filosofía llega tarde, queda excluida de cualquier papel como transformadora de la realidad. Aún más, el papel que cumple la filosofía en Hegel es el de justificar esa realidad. Viene a poner en evidencia que todo lo real (aún lo que nos podía parecer nefasto, absurdo o trágico: guerra, pandemia o genocidio) es racional. El búho nos muestra desde su vuelo nocturno la necesidad de todo lo que pasó para llegar al momento en el que estamos.
Por eso Marx en su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel propone otro tipo de ave y cierra este texto afirmando que “el día de la resurrección alemana será anunciado por el canto del gallo galo”3. La filosofía revolucionaria no puede limitarse a pensar la realidad ya terminada, debe transformarla revolucionariamente en conjunto con el proletariado, es decir, inaugurar un nuevo día como el canto de un gallo.
Está claro que quienes utilizan la frase de Hegel quieren llamar la atención sobre el apuro o el destiempo de los filósofos al pensar el presente. Temen que utilizando categorías perimidas nos adelantemos a lo que pasa, siendo incapaces entonces de ser sensibles a la novedad del acontecimiento y a la necesidad de conceptos nuevos.
Por supuesto, no queremos sostener -como Platón- la eternidad de los conceptos, no queremos ser momificadores ni matar todo lo que acontece para acomodarlo a nuestras categorías. Nietzsche ataca a los filósofos que sólo pueden trabajar con cadáveres, con conceptos que son momias y pretenden ser eternos, pero en realidad están muertos: no nacen, no crecen, no se transforman, no se reproducen, ni mueren. Para designar ese tipo de trabajo filosófico que vive de cadáveres, propone otro tipo de ave: “¿Acaso es que la sabiduría aparece en la tierra como un cuervo, al que un tenue olor a carroña lo entusiasma?”4
Podríamos incluir a Hegel mismo en este tipo de filosofía carroñera, pero es una discusión para otro momento. No queremos sentarnos a ser espectadores neutrales de la realidad para luego analizarla, ni queremos hacer de todo lo nuevo una reducción a los mismos viejos conceptos. ¿Necesitamos que maduren nuevos conceptos? Sí, pero no debemos esperar a que la historia termine de desplegarse para justificarla. No se trata de eso. Tenemos que permitirnos la torpeza que siempre involucra pensar lo presente. ¿Desde qué temporalidad puede alguien afirmar que un pensador se apresura si está habitando el mismo presente de aquel a quien critica? ¿Acaso el crítico sí comprende hoy un acontecimiento del que dice que se debe esperar su desarrollo?
Queremos pensar las promesas de lo por venir y los mundos posibles que se abren, pero siempre tenemos que recurrir a lo ya pensado, a la historia de la que todo presente está cargado. Para quienes han leído las obras de Agamben, Zizek, Han, Butler o Preciado, no hay nada muy sorprendente o nuevo en los análisis que hoy están haciendo. Y está bien que así sea. El pensamiento no tiene por qué ser original, no es una mercancía que debe mostrar su novedad, tiene que estar a la altura de lo que acontece.
Por otra parte, un filósofo o una filósofa no es una autoridad de las que tenemos que esperar un veredicto, es una constelación de conceptos y problemas que fue tejiendo y de los que tenemos que tomar algunos materiales y descartar otros. Un concepto es un conjunto, una multiplicidad viva, una creación histórica abierta a la vez a un porvenir posible. Lo que tenemos que hacer es renovar los conceptos, pero lo hacemos en la urgencia, en la incomodidad y en la actualidad, poniéndolos a trabajar, operando para abrir posibilidades.
Propongamos entonces otro tipo de ave para esta tarea filosófica. Quizás un hornero o algún tipo de pájaro que teje sus nidos, tomando y disputando materiales. El trabajo filosófico tiene que ser capaz de crear cobijo y posibilidad de crecimiento para otros mundos, para realidades en estado embrionario. Y tiene que disputar esos materiales, desarticular conceptualizaciones que impiden transformaciones y comenzar a hacer de otro modo. Pensar es tejer, construir, robar, anidar, reciclar.
Si nos interesa esta disputa ornitológica es porque excede a la tarea propiamente filosófica. Siempre se puede intentar “esperar y justificar” como los hegelianos, “transformar revolucionariamente” y abrir a un nuevo día como los marxianos o vivir de la carroña y alimentarse de la enfermedad y la mortandad. Pero también es posible comenzar a tejer, construir nidos, disputar los materiales y criar mundos posibles.
La lupa, el filtro y el prisma
Este tipo de situación de excepción que estamos viviendo hace las veces de lupa, funciona como un lente amplificador de las formas afectivas, políticas e intelectuales que ya nos constituyen. Quizás no era evidente en algunos casos que una persona obtenía satisfacción en vigilar y delatar a sus vecinos, en ocupar la posición de juez señalando sus errores y reclamando que se apliquen correctivos. Esta situación magnifica esa predisposición y la saca a la luz. Le permite presentarse con el ropaje de la buena conciencia y la preocupación por la salud común. Los microfascismos están operando de distintas maneras, no los inventa la pandemia, pero solamente con el filtro adecuado se muestran en todo su esplendor y se magnifican.
Algo similar pasa con las esperanzas y las desesperanzas. Hay quien afirma que todo va a seguir igual, que nada va a cambiar, que apenas baje la famosa curva de contagios (y de muertes) vamos a volver a la normalidad. Esa afirmación no es otra cosa que la magnificación de una posición conservadora, ya cansada de la vida, que se presenta bajo el filtro de la sensatez del aprendizaje histórico: “las cosas siempre fueron así y lo seguirán siendo”.
Otros, en cambio, afirman que todo va a cambiar y que no volveremos a ninguna normalidad, que nada volverá a ser igual en nuestras vidas, en la economía y en el orden político mundial. Lo dicen un poco temerosos hacia la distopía o esperanzados hacia la utopía. Esperanza y miedo conforman un tándem de afectos inconstantes, tal como tan sagazmente señaló Spinoza.
Todos tienen razón, porque no hacen sino proyectar en los acontecimientos su deseo de que nada cambie (su impotencia para participar de esas transformaciones) o su deseo de que todo cambie, pero nuevamente sin involucrarse para torcer el curso de los acontecimientos, como si estos determinaran por sí mismos lo que va a suceder. La pandemia es una gran lupa, magnifica las perspectivas y lo hace también con el deseo. Este carácter autocomplaciente de lo que esperamos también lo describió Spinoza en su Ética: “Estamos constituidos, por naturaleza, de tal modo, que creemos fácilmente lo que esperamos”5
Este tipo de repeticiones que se magnifican en medio de la pandemia, estos conformismos de la voluntad, seguramente son más de temer que las repeticiones de los filósofos. Es el hábito de ciertas reflexiones y la iteración de prácticas cotidianas lo que impide las transformaciones. Por eso pensar de otro modo y hacer de otro modo son un continuo en el que debemos insistir.
Y sin embargo la pandemia no es solamente una lupa, una lente neutral que magnifica debilidades o esperanzas permitiendo que aparezcan con el filtro de las buenas costumbres o el saber; también difracta, puede descomponer la luz como un prisma, opera desvíos y permite nuevas combinaciones. La pandemia deforma, genera mutaciones, interrumpe circuitos de reproducción, transforma y crea, allí radica su potencia.
En esta concepción de la “difracción monstruosa” que debemos a Donna Haraway6, oímos resonancias del concepto de clinamen que conocemos a través de la obra de Lucrecio y que permitió a Epicuro abrir la posibilidad de los desvíos, inclinaciones o transformaciones en las combinaciones atómicas, escapando así al determinismo mecanicista. Sabemos de la importancia que tuvo para el joven Marx esta posibilidad para el materialismo.
Digamos entonces que la posibilidad de otros mundos está en la capacidad de producir prismas en lugar de lupas ¿A qué nos referimos concretamente cuando pensamos en el prisma? ¿Qué es lo que puede tener la fuerza de desviar lo que se encaminaba a una repetición o un determinismo? Solamente la materialidad de una práctica.
En uno de los textos que publicó Paul B. Preciado hace pocos días titulado “La conspiración de lxs perdedxres”, escribió lo siguiente:
Lo primero que hice cuando me levanté de la cama, después de padecer el virus por una semana -que fue tan extraña y vasta como un nuevo continente-, fue hacerme a mí misma esta pregunta: ¿Bajo qué condiciones y de qué forma podría la vida valer la pena ser vivida? Lo segundo que hice, antes de encontrar una respuesta, fue escribir una carta de amor.7
La primera pregunta tiene una densidad temporal que atraviesa transversalmente buena parte de la tradición filosófica, desde Sócrates hasta Nietzsche: ¿Bajo qué condiciones y de qué forma podría la vida valer la pena ser vivida? Una pregunta de este tipo, si se la encarna, es sin dudas una práctica de transformación de sí. Se trata de la revisión de la propia existencia. Lo mismo ocurre con la práctica que constituye el reverso de esa pregunta: la escritura de una carta de amor. La interrupción y el hacer-otro pueden generar los desvíos para articular prácticas de transformación subjetiva y política.
Tecnofobia y tecnofilia
Otro de los ejes centrales en los análisis que están surgiendo en estos días tiene que ver con el uso de las nuevas tecnologías. Por ejemplo, en el artículo de Byung-Chul Han8, quien se concentra en los problemas involucrados en la exacerbación de las tecnologías de control, la vigilancia digital y el big data, tanto para combatir la pandemia, como para gobernar más autoritariamente.
Paul B. Preciado subraya en otro texto la aceleración del ausentarse de los cuerpos, la proliferación de relaciones virtuales, electrónicas, la aceleración del tele-trabajo, etc.
La extensión planetaria de Internet, la generalización del uso de tecnologías informáticas móviles, el uso de la inteligencia artificial y de algoritmos en el análisis de big data, el intercambio de información a gran velocidad y el desarrollo de dispositivos globales de vigilancia informática a través de satélite son índices de esta nueva gestión semiótico-técnica digital.9
Podríamos suponer que, más allá de la diferencia en sus enfoques, hay en ambos pensadores una cierta impronta tecnofóbica. Pero Preciado, como buen lector de Haraway, invita a una mutar, a desalinear y a alterar las condiciones que se pretenden imponer mediante la extensión de las nuevas tecnologías del trabajo y el placer. Por supuesto que debemos estar atentos si se nos propone una entrega casi total a las directivas de los gobiernos y se nos pide que nos adaptemos velozmente a las delicias y “facilidades” de las herramientas tecnológicas.
Pero, si nos interesan las transformaciones, los desvíos y la creación de mundos posibles, es solamente a través de prácticas, esto es de la operación de contra-técnicas, que podremos hacerlo. La escritura (de cartas de amor o de otro tipo) implica una técnica. El diálogo filosófico también. Para enfrentar los problemas urgentes que involucran los usos de diversos tipos de tecnologías, lo primero que hay que hacer es salir del dualismo humanidad-tecnología o naturaleza-tecnología.
Por supuesto que es fundamental comprender cuál es el régimen o la lógica del tipo de tecnologías que se ponen en juego actualmente. Pero eso no significa que tengamos que huir de ellas. Más bien es necesario encontrar otros usos de estas tecnologías y, al mismo tiempo, crear otras. Si lo que tenemos que hacer es producir: conceptos, nidos, prismas, prácticas, modos de vida, lazos, comunidad, tenemos que crear artificios, instaurar otras “naturalezas”, no retornar a algún tipo de “naturaleza perdida”.
Cuando Deleuze escribió su “Post-scriptum sobre las sociedades de control” para describir cómo estábamos recorriendo el camino que lleva de una sociedad de disciplinamiento (hipótesis de Foucault) a una sociedad de control, encontró las palabras exactas –con una clara impronta spinoziana– para la situación en la que nos hallamos ahora: “No hay lugar para el temor ni para la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas.”10
1 Gramsci, Antonio, Los intelectuales y la organización de la cultura, Buenos Aires, Nueva Visión, 1984, p. 13.
2 Hegel, G.W.F. Principios de la filosofía del derecho, Buenos Aires, Sudamericana, 2004, p. 20.
3 Marx, Carlos, Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Buenos Aires, del Signo, 2004, p. 73.
4 Nietzsche, Friedrich, Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, p. 54.
5 Spinoza, Baruch, Ética, Madrid, Alianza, 2016, p. 266.
6 Haraway, Donna, “Las promesas de los monstruos: Una política regeneradora para otros inapropiados/bles” en Política y Sociedad, 30 (1999), Madrid (PP. 121-163)
7 Preciado, Paul B., “La conspiración de lxs perdedorxs” en lobosuelto.com, 27 de marzo de 2020.
8 Han, Byung-Chul, “La emergencia viral y el mundo de mañana”, El País, 22 de marzo de 2020.
9 Preciado, Paul, B. “Aprendiendo del virus”,
10 Deleuze, Gilles, Conversaciones, Valencia, Pre-textos, 2006 p. 279.
Fuente: Revista Bordes
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