La Universidad a las fronteras de Europa*
Jacques Derrida
Traducción:
UniNómada
Señor Rector,
Señor Vicerrector,
Señor Presidente,
Queridos Colegas,
Queridos amigos,
¿Qué ocurre hoy
en el mundo, y más cerca de nosotros en Europa? ¿Qué sucede en esos límites
llamados fronteras? ¿En estos fronts virtuales que trazan todas las fronteras? Frons nombra lo que hace frente, en lo más alto de la cabeza y del
jefe (κεφαλή, caput), por encima de
la mirada, a la altura capital de lo que es capital, la capital, el capital
mismo. Sobre la cara o la fachada eminente de lo más soberano, la cabeza,
localidad orientada, superficie de exposición pero también de protección vuelta
hacia afuera, hay lugar de hacer frente,
como se dice en francés, contra el exterior, es decir, contra el extranjero.
Por encima de los ojos, la superioridad, la altura misma del frons, en latín, no lejos del griego ὀφρύς,
es también, en esta figura de la figura, un límite territorial, la frontera de un Estado que se dice
soberano cuando intenta defenderse atacando sobre una línea de batalla, en el
momento de hacer frente contra la
invasión del extranjero o del enemigo. En esta guerra virtual o actual, en este
borde fronterizo que corresponde a todas las figuras del frente, pero también a
todas las metáforas políticas del partido: de derecha o de izquierda, del
“frente nacional” al “frente de liberación nacional”, del “frente del rechazo”
al “frente popular”, y también el “Frente Islámico de Salvación”.
Ahora bien, ¿qué
ha llegado a ser el frente hoy? ¿Se puede impedir que la frontera se vuelva un
frente? En el mundo, y más cerca de nosotros, en Europa, en Europa del Sur, ¿por
dónde pasan los frentes y por dónde las fronteras? ¿Es posible comparar también
los límites de la Universidad con las fronteras, fronteras externas (relación con el mundo, el Estado, la sociedad civil y los
campos del poder) o fronteras internas
(las disciplinas, las jerarquías y los campos del saber)? ¿La Universidad se
pretende también soberana, con una soberanía análoga a la que se confiere a los
Estados-nación y que atraviesa hoy, por doquier y muy cerca de aquí, la
tormenta que todos conocemos, sin duda más allá de una simple crisis? A menos
que la supuesta independencia de la Universidad, la inmunidad, la libertad, la
franqueza absoluta que ella reivindica sean todavía más exigentes: ni
superiores ni inferiores, sino de otra naturaleza. ¿Cómo debe entonces la
Universidad decidir con entera libertad, soberana o no, su propia “política”,
su propia “ética”, frente a todos los poderes: poderes de Estado, poderes del
Estado-nación, poderes de la Iglesia, poderes ideológicos, poderes económicos,
poderes mediáticos, etc., toda vez que estos se disputan una soberanía o se
hacen la guerra respecto a la
soberanía?
Al momento de
expresar mi profundo reconocimiento a la Universidad Panteion, a mis colegas
atenienses, a tantos amigos tan queridos, a todos los que me honran hoy con su
confianza, debo prohibirme la menor ligereza.
Este no sería el
momento, hoy menos que nunca.
La hora es menos
propicia que nunca, ustedes convendrán, para efectos de cierto teatro académico.
En estos tiempos
de guerra, de una guerra europea, de una guerra mundial incluso, que nadie se ha
atrevido a declarar como tal ni bajo ese nombre, en medio de una experiencia
indescriptible y difícil de analizar, en la que a menudo resulta para uno imposible
elegir su campo y tomar partido, cuando ni siquiera reconocemos los
viejos conceptos y los viejos imaginarios del partido o del campo, del frente y
de la frontera, de la guerra, justamente, del derecho de guerra y del derecho
de gentes, ni siquiera del crimen de guerra, en el momento en el que también los
conceptos de lo político, del Estado y de la nación, y también del derecho
internacional son continuamente sacudidos por terremotos, ¿no sería indecente
ceder a las palabras convenidas, a la retórica circunstancial, a los rituales
previsibles de un Doctorado honoris causa?
Tratar este Doctorado honoris causa como
la formalidad de una ceremonia pomposa, el conservatorio de una tradición
piadosamente heredada, una supervivencia intemporal de tiempos pasados, eso
sería ante todo incurrir en un acto de ingratitud para con mis amigos griegos y
para con la Universidad que me acoge. Eso sería también dar una prueba de
trivialidad o de insensibilidad filosófica. Eso sería olvidar la misión y el
concepto mismo de ese lugar que llamamos todavía la Universidad (que distingo
de cualquier otro instituto de investigación con fines tecno-económicos y
dependiente de poderes exteriores). Si yo tratara este Doctorado como
decoración u ornato honoríficos, incurriría en injuria ante la gravedad de los
tiempos presentes, así como ante aquellas y aquellos que, no lejos de nosotros,
sufren incluso al límite de la muerte. Eso sería faltar a las responsabilidades
que, según creo, son las nuestras hoy en Europa. Y claro, más allá de Europa.
Tales
responsabilidades pesan sobre nosotros, las asumamos o no. Ellas insisten,
vuelven una y otra vez para que las recordemos aquí, por ejemplo, en esa
prosopopeya de las Leyes que Sócrates en el Critón,
en la misma Atenas, hizo hablar. Como
es sabido, él les prestaba su voz, pero para hacer como si se dirigieran a él.
Como siempre, las leyes de la ciudad, y como en el teatro, estas leyes desempeñaban
un papel, representaban lo que Rousseau llamaba una “convención legítima”;
implican el rostro oculto, πρόσωπον, una vez más el rostro, la cabeza, el
frente. A través de una prosopopeya, las leyes nos dictan sin embargo nuestras
responsabilidades, nos hablan, hablan
ante nosotros y dentro de nosotros, nos
hablan antecediéndonos. Dirigiéndose a nosotros, pero a través nuestro, las
leyes nos hablan, hablan por y para nosotros, en nuestro lugar y en
nuestra dirección; nos dicen también lo que somos o deberíamos ser; ellas nos dicen, nos expresan y nos definen
por su conminación, incluso antes de toda respuesta por parte nuestra. Huir de
ellas es, pues, imposible. Denegarlas, desviarse o protegerse de ellas, como
intentamos hacerlo con frecuencia, admitámoslo (pues ellas son inconmensurables
para nosotros mismos), sería otra manera de reconocer esta herencia inscrita de
antemano en nuestra lengua, en nuestras lenguas, en lenguas más antiguas que nosotros
y sin las cuales ni siquiera comenzaríamos a pensar.
En la filiación
de esas lenguas, el griego no es solamente un idioma entre otros idiomas
europeos, entre otras lenguas filosóficas, entre las lenguas en las cuales cuestiones
como Europa, la filosofía y la política son llamadas por su propio nombre. Por
su nombre, pero también, ahora, en nombre de esta filosofía política ateniense
de la hospitalidad, de esta φιλοξενία que ordena recibir al extranjero, al
ξένος, y tratarlo como amigo, como aliado, como φίλος. Es así como recibo la
oportunidad de ser recibido por ustedes hoy, como huésped y como amigo. El
viejo y noble uso europeo de los Doctorados honoris
causa, otorgados siempre a quienes son extranjeros respecto a la
Universidad que los acoge, y a menudo también extranjeros respecto al país,
venidos del otro lado de una frontera, guarda como la filosofía misma, según
creo, la memoria de una φιλία o de una φιλοξενία que sigue siendo ante todo una
hospitalidad política y una ética en la experiencia del extranjero, incluso del
refugiado o del exiliado: en suma, una ética y una política de la frontera.
Es por eso que,
avergonzado por no dirigirme a ustedes en griego, huésped indigno de la
hospitalidad ofrecida, todavía me atrevo a sostener que todo, casi todo lo que me dispongo a decirles,
me será dictado, directamente o no, en griego, y desde una memoria griega.
Traducido de antemano del griego, lo que me dispongo a decirles está, pues,
enseguida retraducido al griego. (Con mayor razón debo agradecer al intérprete
que vela en este momento por esta traducción invisible). Todo, casi todo lo que quisiera decirles, me
viene de Atenas, vuelve de inmediato a Atenas —y no solamente cuando mencione
la ley, el derecho, la política, el Estado y la democracia, pues no olvido que
hablo aquí en una Universidad de ciencias sociales y políticas—. Todo, casi todo, parece provenir de esta
genealogía ateniense.
¿Pero cuál sería
aquí la diferencia entre todo y casi todo? ¿Cómo contar, en suma, con
ese casi nada? Quizás ese casi nada alude —según una diferencia
apenas audible, aunque decisiva— a una discordancia en la voz misma de las
Leyes que interpelan a Sócrates. Como si otra voz viniera a parasitar los νόμοι
a los cuales la prosopopeya socrática presta su palabra, las leyes de la Πόλις,
de la Ciudad o del Estado, νόμοι τῆς πόλεως. Quizás éstas prefiguran ya la Ley
moderna del Estado soberano, y la nota discordante que quisiera sostener hoy
viene quizás de un lugar extranjero respecto a esta autoridad soberana. Pero
ese lugar extranjero remite quizás todavía a ese tal Sócrates, al lugar desde
el cual él hacía hablar las leyes, pero también a un sitio desde el cual ese
maestro de la ironía y de la pregunta sin fin habría podido desobedecer, y huir, o resistir, volviéndose así un
disidente moderno o un ancestro de la civil
disobedience, de la “desobediencia civil” con la cual se responde a la
legalidad positiva de un Estado-nación en nombre de una justicia más apremiante
o más imperativa.
La inmensa
herencia de estas responsabilidades se inscribe, claro está, en lo que llamamos
confusamente la filosofía de nuestra cultura, más rigurosamente en todo aquello
de lo que la Universidad europea es a la vez archivo y ley, como si
—incorporando en sí mismos la memoria— las tablas, los tableros, e incluso, las
actuales pantallas de ordenador siguieran asemejándose a ciertas tablas de la
ley, a los cuerpos, a los archivos y a los soportes de las constituciones, de
las legislaciones que velaron por la invención de la Academia, del Liceo, y
luego de la Universidad. Es cierto que no estamos ya en tiempos del Critón y que nadie se atrevería a
presentarse como Sócrates, ni siquiera como su descendiente perdido o como un nieto
degenerado de Sócrates, mucho menos como un prisionero condenado a muerte por
corromper a los jóvenes ciudadanos. Y aún así, lo que sobre todo me dispongo a
sugerir para someterlo a discusión será menos dócil de lo que Sócrates lo fue
para esas Leyes que le recuerdan la soberanía de la πόλις: “Dinos, Sócrates,
¿qué piensas hacer?”, le preguntan las Leyes a Sócrates. “¿No es cierto que,
por medio de esta acción que intentas, tienes el propósito, en lo que de ti
depende, de destruirnos a nosotras y a toda la Ciudad?” (Permítanme leer estas
frases en griego antiguo: “Εἰπέ μοι, ὦ Σώκρατες, τί ἐν νῷ ἔχεις ποιεῖν; ἄλλο τι
ἢ τούτῳ τῷ ἔργῳ ᾧ ἐπιχειρεῖς διανοῇ τούς τε νόμους ἡμᾶς ἀπολέσαι καὶ σύμπασαν τὴν
πόλιν τὸ σὸν μέρος”). “¿Te parece a ti que puede aún existir sin derrumbarse una
Ciudad en la que los juicios que se producen no tienen efecto alguno, en la que
los particulares pueden suprimir sus efectos y destruirlos?” (Critón, 50 a-b).
Esas
responsabilidades obsesivas nos apremian de manera más urgente, más acuciante (justamente
como lo que apremia en la frontera, como lo que hace presión sobre la frontera,
como lo que presiona sobre el concepto de frontera) y, de forma ejemplar, en
las fronteras de Grecia y Europa, tan cerca de la ARYM[1],
de Serbia, de Albania, de Kosovo. Tales responsabilidades no se detienen con la
ciudadanía europea o griega. Pero si ellas son universales, ¿en qué medida son también hoy universitarias, de manera específica e imperativa? ¿En qué medida tales
responsabilidades son nuestras en la Universidad? ¿Y en la filosofía, esta
disciplina generalmente asumida como tal en lo que llamamos, con una vieja palabra
cargada de historia, las “Humanidades”? ¿Acaso nos corresponde hoy darle nuevas
tareas a lo que se conserva bajo esa vieja palabra, las “Humanidades”, mediante
nuevas interpretaciones, discusiones, puestas en marcha, reivindicaciones de lo
que llamamos los derechos del hombre,
y, de esta manera, mediante los terremotos de este siglo, los sismos
fronterizos que alcanzan a desplazar las definiciones del frente y de la
frontera, mediante las guerras sin guerra, mediante el nuevo concepto de crimen
contra la humanidad y el nuevo derecho, mediante las instituciones originarias
a las que dicho concepto nos induce? Pues las viejas preguntas ontológicas, “¿qué
es el hombre?”, “¿en qué consiste la humanidad del hombre?”, “¿qué es lo propio
del hombre?”, están ahí de nuevo puestas en juego en los conceptos
relativamente modernos de los “derechos” a los que llamamos del hombre y en el
concepto jurídico mucho más reciente de “crimen contra la humanidad” (1945). Enteramente
reactualizada, la pregunta por el hombre debería dotar de una urgencia desconocida,
incluso de un sentido poco común, a lo que denominamos las Humanidades, en
inglés las Humanities, o en alemán Geisteswissenschaften. La pregunta por
el hombre es despertada violentamente del sueño dogmático por la guerra sin
guerra y sin frente, así como por las ciencias de lo vivo o de lo animal, por
las tecnociencias que vuelven cada vez menos seguro lo que llamamos lo propio
del hombre.
La idea de Universidad no es, en efecto, en sentido
estricto, una idea de la Grecia del siglo V; no nace con el origen de la
filosofía, y sin embargo, diré enseguida cómo proviene de ella. La idea de
Universidad, en su forma medieval o en su forma moderna (más o menos heredada
por el modelo alemán y berlinés del siglo XIX) es una invención europea, por enigmáticas
que sean o resulten estas palabras, Universidad y Europa. Si hoy hay universidades
en todas partes del mundo, a menudo están instituidas bajo el modelo de la Universidad
europea moderna, lo que confirma cierta homogeneidad —preocupante y problemática—
entre mundialización y europeización, o lo que la δόξα cree reconocer bajo
estas palabras.
Ahora bien, la
pregunta que quisiera plantear aquí, en el tiempo del que dispongo y en los
límites de este discurso, no será inspirada solamente por la razón y apoyada en
razón de nuestra pertenencia común a Europa, a la vieja Europa o a la Europa que
se busca, puesto que, aunque esta fuera una buena razón, no sería una razón suficiente.
¿Cómo interpretar, incluso más allá de nuestra ciudadanía europea, nuestra
responsabilidad universal de universitarios en tiempos de guerra? Y esto ya no ante la guerra ni por encima del conflicto, como se dice, sino a la vez al borde de
una guerra bastante próxima, e incluso en el corazón de un conflicto que todo
el mundo reconocerá bajo el nombre de Kosovo, en una tormenta que sin embargo
ya no responde ni al concepto ni al nombre, esto es, a los frentes tradicionales
de la guerra, a sus frentes de vida y de muerte, a sus frentes de matanza, como
tampoco a sus frentes conceptuales, tales como el derecho europeo los definía
hasta ahora. Pues tenemos aquí el caso de una guerra sin guerra, una guerra sin
declaración de guerra entre Estados soberanos
(y es de soberanía de lo que quisiera hablar).
¿Quiénes son los
contendientes en esta guerra sin nombre? La alianza político-militar de los Estados-naciones
del Atlántico Norte, Estados-naciones de Europa y América, una alianza
constituida en tiempos de la guerra fría, sostiene de modo grandilocuente que no
quiere arriesgar la vida de nadie, ni de su lado ni del otro, ni de un civil ni
de un militar —distinción vuelta hoy tan caduca y problemática como la vieja
distinción entre la στάσις de una guerra civil y el πόλεμος de una guerra entre
Estados—. Sin declarar la guerra, la susodicha alianza de Estados soberanos
anuncia que “no matará” en el momento mismo de soltar, e incluso, de
experimentar los armamentos high tech
más potentes y mortales, los misiles llamados inteligentes o sofisticados (¿qué
habrían dicho los maestros del σοφόν respecto al uso actual de esta palabra?),
pero también los más ciegos y bárbaros, mientras que del lado de Serbia, Estado
europeo que no hace parte —como Francia y Grecia, por ejemplo— de la Unión
Europea o de la OTAN, y en nombre de su autoridad soberana sobre una provincia a
la que no hace mucho privó arbitrariamente de su autonomía, se practican exacciones
masivas y destinadas a purificar su propio Estado-nación de toda supuesta
heterogeneidad, ya sea étnica o religiosa. No olvidemos que esta violencia y
estas violaciones responden, desde todos los lados de lo que ya no es un frente,
a intereses no declarados, pero también a pasiones indisociablemente
nacionales, étnicas, raciales y religiosas, cuya forma es tan arcaica como el asunto
de una fantasmática de las raíces y de las posesiones territoriales que nuestra
modernidad nos enseñó a disociar de la política y de la razón política. De
acuerdo con esto, lo político ya no tiene lugar, si puedo decirlo así, ya no
hay τόπος estable o esencial; está sin territorio, desterrado por la
tecnología, por la aceleración y la extensión inauditas de las distancias
telecomunicacionales, por irresistibles procesos de deslocalización. He aquí un
tema de meditación sobre nuestra herencia ateniense, pero también más allá de ella:
lo político ya no está circunscrito por la estabilidad que liga al Estado con
la tierra, con el territorio, con el terruño, con la frontera terrestre, ni con
la autoctonía —ni siquiera con el lugar de sepultura que Edipo quiso ocultar a
Antígona y a Ismene—. Por otra parte, lo recuerdo de pasada, los conflictos en
curso no provocan solamente los sufrimientos, las heridas, las muertes de las
guerras clásicas, ni solamente los éxodos y los desplazamientos de población
propios de las guerras de este siglo. Se desarrollan también mundialmente en
esos nuevos frentes virtuales que son, desde dos o tres lados, los media, la televisión, el e-mail, la Internet.
La cuasi-guerra mundial es también la guerra en la World Wide Web que se disputan a la vez los poderes de los Estados-naciones
o las coaliciones de los Estados-naciones hegemónicos, las corporaciones de
capitales supranacionales (capaces, desde dos o tres lados, de todas las
manipulaciones posibles), y los ciudadanos o no ciudadanos de cualquier país
resistentes, opositores, disidentes que pueden así, gracias a los mismos
poderes técnicos del e-mail y de la Internet, liberarse de los poderes del Estado
o del capital y producir por tanto cierta afirmación democrática,
cosmopolítica, incluso metaciudadana. Así, por ejemplo, hace algunas semanas,
en plena guerra, universitarios e intelectuales de todo el mundo lograron
desafiar a los aparatos estatales para celebrar por Internet el aniversario de
la radio libre de la oposición democrática serbia (B-92) que fue oficialmente
silenciada por el gobierno de Milosevic, como lo fue también luego, más gravemente
aún, y de manera no menos perversa, por los bombardeos de la OTAN. Pues si se quisiera
verdaderamente poner fin a la política serbia, ciertamente desde hace mucho
tiempo habría algo mejor que hacer que atacar a Belgrado desde tan alto y desde
tan lejos, y tan cruelmente. No había ninguna necesidad de pseudoexpertos militares
o diplomáticos para saber que había algo mejor que hacer: por ejemplo, ayudar a
la oposición serbia.
Vivimos, pues,
una simultaneidad anacrónica, si así puede decirse, el contratiempo desligado
de modelos que pertenecen a configuraciones heterogéneas de la historia humana:
los poderes y el capital de la teletecnociencia más sofisticada cohabitan,
poniéndose a menudo al servicio de las pasiones arcaicas del animal político; por
ejemplo, del fantasma de una pureza racial o étnica, cultural o lingüística que
no resiste ni un instante al análisis.
No haré aquí —pero
habría que hacerlo— una descripción patética o polémica de los sufrimientos infligidos
desde todos los lados de lo que ya no es ni una frontera ni un frente:
sufrimientos de los que tenemos tantas imágenes atroces, sufrimientos que a
menudo permanecen para nosotros invisibles, sufrimientos infligidos a
individuos o a pueblos y que, tan absolutos como la singularidad del mal, de la
herida y de la muerte, quedarán para siempre indecibles e injustificables.
Tampoco haré —pero habría que hacerlo— el análisis de la argumentación desplegada
mediante la retórica de los partidos presentes. El arsenal histórico y
jurídico-político de las buenas razones y de las buenas conciencias nos ocuparía
durante horas sosteniendo todas las causas, en el triángulo infernal de la
OTAN, de Serbia y del movimiento independentista de Kosovo. En cambio quisiera,
aunque sea sumariamente, poner a consideración una sola pregunta, incluso una
hipótesis, sobre el lugar, la significación, y me atrevería a decir, la misión
de la Universidad, y así mismo, sobre la tarea de la filosofía y de las nuevas
Humanidades en esta guerra sin nombre,
en estas guerras sin nombre —pues,
por desgracia, hubo antes otras guerras también innombrables y purificaciones
étnicas del mismo tipo de las cuales Europa y su tutor americano no han hecho ningún
caso—. Hay todavía, no lejos de Europa, y alrededor de la cuenca mediterránea,
muy cerca de aquí, tantos pueblos oprimidos y reprimidos por poderes de Estado
más o menos legítimos, más o menos respetuosos de las decisiones de la ONU, y por
los cuales Europa y su tutor se preocupan tan poco o tan mal, lo cual debería
bastar para inquietar la buena conciencia y el moralismo.
Mi pregunta y mi
hipótesis atañen aún al frente y a la frontera, al volverse-frente de la
frontera, pero esta vez, de manera más discreta, frágil, difícil también, en la
línea de una frontera entre dos conceptos que, a menudo, es difícil disociar: la incondicionalidad y la soberanía. Estas son dos
representaciones próximas, pero heterogéneas, de lo que llamamos la libertad.
La idea moderna
y europea de Universidad supone, en su principio mismo, el derecho incondicional a la verdad; o mejor aún,
el derecho incondicional a plantear cualquier pregunta necesaria respecto a la
historia y a los valores mismos de verdad, ciencia, e incluso de humanidad. En
principio, no hay ningún límite en la Universidad para el examen crítico —que yo
prefiero llamar deconstructivo— de ninguna
presuposición, de ninguna norma, de ninguna axiomática, y en consecuencia, de ninguna
filosofía política, de ninguna ideología, de ningún dogmatismo religioso o
nacional, así como de ninguno de los poderes económicos, sociales, nacionales,
religiosos que, de una u otra manera, son sostenidos, representados y servidos
por ellas. Y servidos hoy de modo indispensable, en el nuevo espacio público,
por ese otro poder capitalístico-ideológico-económico que se llama el poder
mediático, instrumento heterogéneo y contradictorio, ciertamente, pero blanco virtual
de todos los frentes. La Universidad tiene incluso el derecho de examinar sin
presupuestos la idea de hombre, su historia y sus transformaciones, como quiera
que dicha idea condiciona el humanismo, los derechos del hombre, la noción de crimen
contra la humanidad. No para amenazar o destruir todo lo que se instituye de
esta manera, sino para exponerlo a las exigencias de un pensamiento que, por
otra parte, no se reduce ni a una disciplina (antropología, derecho, historia,
etc.), ni tampoco a la filosofía, ni a la ciencia, ni mucho menos a la crítica.
Y justamente lo que llamo pensamiento es
lo que corresponde a esta exigencia incondicional. Considero que el pensamiento
no es otra cosa que esta experiencia de
la incondicionalidad y que no es nada sin la afirmación de esta exigencia:
cuestionarlo todo, incluso el valor de la pregunta, incluso el valor de verdad
y de verdad del ser por el que se fundan la filosofía y la ciencia. La
afirmación sin límite de este derecho incondicional a un pensamiento liberado
de todo poder y justificado para decir públicamente
lo que piensa (tal fue la definición de la Ilustración según Kant) es una figura
de la democracia, sin duda, de la democracia siempre por venir, más allá de lo que liga a la democracia con la soberanía
del Estado-nación y de la ciudadanía. Democracia por venir, pues lo sabemos
bastante bien, ni lo que hoy llamamos democracias ni las universidades parecen reconocer
de hecho este derecho de principio que, sin embargo, las
convoca y las instituye. Esta franqueza democrática, esta libertad incondicional
supone, pero sin reducirse a ella, lo que llamamos la libertad académica
(noción restringida e intrauniversitaria), así como tampoco se reduce a la
libertad de opinión, de palabra y de expresión presuntamente aseguradas por las
constituciones de los Estados.
¿Por qué
insistir tanto aquí y ahora en esta libertad incondicional de la Universidad
que permitiría cuestionar el principio de todo poder —en principio, para
pensarlo con total independencia, incluso respecto a la resistencia, la
desobediencia o la disidencia? Porque resulta evidente que esta libertad puede asemejarse, y a veces parece vincularse con
lo que llamamos justamente soberanía,
por ejemplo, la soberanía de Dios, la soberanía de un monarca, la soberanía de
un Estado-nación, la soberanía del pueblo mismo. Ahora bien, el vínculo de esta
semejanza es una analogía inquietante, seductora pero engañosa. Quisiera ponerla
en duda hoy, en este momento singular que vivimos, no solamente con miras a
depurar un análisis conceptual, una deconstrucción genealógica o una crítica
especulativa (lo cual será necesario en todo momento y a otro ritmo), sino también
para afirmar aquí que es en la Universidad, en lo que ella representa en todo
caso, gracias a esta libertad incondicional, que podemos y debemos cuestionar hoy
el principio de soberanía, o pensar el cuestionamiento histórico —actualmente
en curso— del principio de soberanía, de ese fantasma de la soberanía que inspira
también la política de todos los Estado-nacionalismos. Éstos se enfrentan todavía
hoy en una guerra sin nombre sobre unos frentes a la vez simbólicos, virtuales
y reales, pero, en todo caso, mortales. Así pues, si como muchos otros me he
sentido obligado durante los últimos meses a guardar silencio, si no he podido
elegir mi campo ni tomar partido, si solamente he podido lamentar las víctimas (kosovares
y serbias), sintiéndome unido
solamente a los opositores, a los disidentes y a los resistentes, sin estar nunca
de acuerdo con las políticas ni del Estado serbio, obviamente, ni de la OTAN,
ni tampoco con la que sostiene, de manera militarmente organizada, la reivindicación
de un Estado-nación en Kosovo bajo el modelo de los demás Estados-naciones
llamados soberanos, es porque desde estos tres lados —y digo desde los tres— se
actúa en nombre y bajo las órdenes de ese arcaico principio-fantasma de la
soberanía. No tiene nada de sorprendente que este principio-fantasma de origen
teológico sea indisociable de una ideología étnica, nacionalista, estado-nacionalista
(en su concepción más o menos moderna), así como de cierto fermento religioso, que
se reconocen por su lógica gregaria y por su fuerza compulsiva en los
conflictos actuales: la religión, la etnia y el Estado-nación se mezclan en un
mismo discurso soberanista. Sería
demasiado fácil demostrarlo del lado de Serbia y del lado de Kosovo, ya que
esta idea de soberanía es explícita desde ambos lados: del lado de quienes
sostienen en Serbia que Kosovo hace parte o debería hacer parte de la Gran
Serbia y que toda agresión viola la soberanía del Estado serbio, su memoria y
su identidad; y también del otro lado, donde la aspiración armada a la
independencia obedece a una estrategia de la soberanía kosovar que apunta a la
constitución de un Estado-nación llamado independiente —que, como sabemos, sólo
vería la luz bajo otro protectorado disfrazado—. Pero, frente a ellos, del lado
de la OTAN, allí donde se pretende justamente actuar en nombre de principios
humanitarios y de derechos del hombre superiores a la soberanía de los Estados,
allí donde se permite el derecho de intervención en nombre de los derechos del
hombre, allí donde se juzga o se pretende juzgar a los actores de crímenes de
guerra o de crímenes contra la humanidad, sería fácil demostrar que este humanitarismo,
poco preocupado por otros casos en curso de “purificaciones étnicas” en el
mundo, sigue estando aún, y brutalmente, al servicio de intereses estatales de
toda clase (económicos o estratégicos), ya sean comunes a los aliados de la
OTAN o incluso disputados entre ellos (por ejemplo, entre Estados Unidos y
Europa). No puedo hacer aquí semejante demostración, pero este análisis posible
y necesario sólo puede tener hoy lugar, con total independencia, en la
Universidad o en el espíritu de la investigación universitaria; sólo allí puede
ser debatido pacientemente, con un rigor inflexible. Solamente en un lugar de
cuestionamiento y de afirmación sin límite podemos corresponder a una doble exigencia. Por una parte, hay que proseguir
del modo más consecuente posible el análisis crítico y genealógico —que
preferiría llamar la deconstrucción
en curso— del soberanismo, de los fantasmas de la teología política y de la
ideología Estado-nacionalista que, siempre inseparables y conjuntamente, mandan
de modo más o menos claro, y el
análisis de la terrible represión serbia con su proyecto de purificación étnica,
y, además, ya no del lado de las víctimas kosovares que sufren todo esto igual
que las víctimas serbias, el análisis de las intenciones Estado-nacionalistas
de Kosovo que pretende reconstituir, de modo más o menos claro, uno de esos Estados-naciones
soberanos, una de esas entidades étnico-religiosas de tendencia homohegemónica,
en el momento en que la susodicha soberanía parece un modelo cada vez más
arcaico. La tarea crítica es compleja, tanto como su estrategia. No descuidemos
esta complejidad, pues, una vez más, es en la Universidad que podemos estar
atentos a ella con la paciencia y prudencia requeridas. Paciencia y prudencia, pues
la ideología de la soberanía puede tener provisionalmente, aquí o allá, afortunados
efectos de emancipación. Además, no olvidemos un hecho de enormes y graves
dimensiones: los productores, los apologetas, incluso los propagandistas de
esta ideología Estado-nacionalista, a menudo asociada a las Iglesias y a la
etnia, pero siempre religiosa en sí misma y por esencia, son también a menudo escritores,
publicistas, intelectuales y universitarios. Pero, por otra parte, la misma exigencia debe impulsar a revelar, del
lado de la OTAN, una ambición casi simétrica, y enfatizo, casi simétrica. Tras su discurso de los derechos del hombre que
pretende —de manera a veces sincera en algunos de sus voceros y en algunos ciudadanos—
hacer pasar la preocupación moral y humanitaria por encima de los intereses Estado-nacionales
y, en consecuencia, por encima de la soberanía, los aliados de la OTAN ponen en
marcha una política contradictoria que, de modo más o menos claro, es confiada a
pseudoexpertos de toda clase, cuanto más arrogantes más falibles, sean cuales
sean (y no pienso solamente en los militares). Las estratagemas de la OTAN
sirven también a los intereses, a los poderes y a las intenciones hegemónicas
de Estados-naciones ya sean aliados o enfrentados, poco importa, como Estados
Unidos y Europa. Digo “casi simétrico” porque la relación de fuerzas económicas
y militares es, a la larga, demasiado desigual, pero también porque, incluso
sirviendo de coartada imperfecta, el discurso de los derechos humanos tiene un
porvenir que el nacionalismo y el soberanismo ya perdieron, al menos como
conceptos fundamentales de lo político. Cuando un secretario general de la
OTAN, seguramente bien intencionado como Javier Solana, declara (25/4/1999): “Estamos
entrando en un sistema de relaciones internacionales en el cual los derechos
humanos y los derechos de las minorías son cada vez más importantes, incluso más
importantes que la soberanía”[2],
anuncia un porvenir hacia el cual, en efecto, “estamos entrando”. Pero en el
intervalo de este progreso, la inadecuación permanece y permanecerá por siempre.
Dicha inadecuación atraviesa el discurso de los derechos humanos y de las minorías.
Es por eso que debemos deconstruir hasta el infinito, pero también denunciar
los mecanismos, las artimañas y las mentiras a través de los cuales este
respetable discurso sobre los derechos humanos se ajusta, de manera injusta y
selectiva, a las intenciones hegemónicas de superpotencias Estado-nacionales. Éstas
no renuncian a su propia soberanía. En cuanto lo estiman conveniente, ya no
respetan ni siquiera a las organizaciones del derecho internacional que ellas
mismas instituyen y a las que siguen dominando. Por lo demás, Estados Unidos y
los países de la OTAN no son los únicos en hacer poco caso a la ONU cuando les
parece útil; tampoco Serbia es el único país en practicar la “purificación
étnica”. Tal purificación, ya lo he dicho, prosigue no muy lejos de aquí, bien lo
saben ustedes, según otras vías y a otros ritmos.
Ahora bien, ¿qué
es lo que permite distinguir entre, por un lado, la libertad en principio incondicional del
pensamiento, que encuentra su mejor ejemplo y su derecho de ciudadanía en la
Universidad, y, por otra parte, la soberanía, particularmente la soberanía Estado-nacional?
En último término, una historia teológico-política del poder. No puedo
desarrollar aquí esta argumentación, pero en ella deberían aparecer en primer lugar
los orígenes teológicos del concepto de soberanía (“soberano”, “superanus”, de “superans”, significa en principio la omnipotencia, la predominancia
y la superioridad de Dios, del Señor-Dios, por tanto, del monarca absoluto por
derecho divino). Este concepto de soberanía sigue estando marcado por una
ascendencia religiosa y sacra, incluso cuando es transferido al pueblo y al
ciudadano. El contrato social de
Rousseau marca un gran momento en esta mutación cuya fractura no afectó, por lo
visto, la solidez teológico-política de la semántica de la soberanía. La
soberanía divina o monárquica fue transferida al pueblo, como república o como democracia
supuestamente secularizada, libre y autodeterminada. El pueblo se vuelve el soberano,
uno, inviolable e indivisible, fuente absoluta del poder y del derecho. Cuando
Rousseau, al comienzo de El contrato social, al igual que Sócrates
en el Critón, hace sonar en su voz la
voz de la ley como ley de su propio
país, escribe: “Nacido ciudadano de un Estado libre y miembro del soberano, por débil que sea la influencia que tenga
mi voz en los asuntos públicos, el derecho que tengo de votar basta para imponerme
el deber de instruirme. ¡Estaré feliz siempre que, al meditar sobre los
gobiernos, encuentre en mis investigaciones nuevas razones para amar al de mi
país!”. Así, él legitima esta conversión aparentemente secularizante y humanizante
del concepto religioso de soberanía, el cual pasa por tanto a hacer parte de
los conceptos sobre lo político, como nos lo recuerda Carl Smith al señalar que
en éstos quedan herencias teológicas secularizadas. Ser un ciudadano libre,
tener derecho al voto, tener una voz, como se dice, una voz política, es ser
miembro, es participar del cuerpo soberano (“Nacido ciudadano de un Estado
libre y miembro del soberano”, dice Rousseau).
El individuo contrata consigo mismo y queda comprometido bajo una doble
relación: como miembro del soberano y para con el soberano. Con esto que
Rousseau llama una “convención legítima”, esto es, una especie de ficción legal,
se funda el orden social como un espacio sacro y sacramental: “el orden social
es un derecho sagrado”, dice Rousseau. Todo lo que procede de “la voluntad del
pueblo o la voluntad soberana, la cual es general” es “sagrado y por lo mismo
inviolable”. Teniendo en cuenta esta aparente secularización y esta
democratización que transfiere la soberanía divina o monárquica al pueblo que
se autodetermina, ciertamente Marx tiene razón al distinguir en su Crítica de la filosofía del Estado de Hegel entre
dos conceptos de soberanía: la soberanía del monarca y la del pueblo. “Soberanía
del monarca o soberanía del pueblo, he ahí la cuestión”, dice él. También tiene
razón al decir que hay dos conceptos distintos de soberanía, la soberanía
divina y la soberanía humana. Pero, a pesar de esta distinción justificada,
insisto en creer que la filiación teológica de la soberanía se mantiene,
incluso cuando hablamos de libertad y de autodeterminación popular. En esta forja
volcánica, en este hogar ardiente (hogar familiar y teológico-político de la
filiación), se forjan o se fomentan aún hoy todos los Estado-nacionalismos
beligerantes, en los que la pasión étnico-religiosa se vuelve oscuramente indisociable
de la reivindicación de soberanía, de poder autodeterminado, por medio de presuntas
purificaciones de toda especie. Siempre mediante el fuego y la sangre. Por otra
parte, la división o repartición de la soberanía ha sido recomendada en este
siglo por las Conferencias de La Haya, en 1899 y en 1907, luego por la Sociedad
de las Naciones y la Carta de las Naciones Unidas, y recientemente, por el
proyecto de la Corte Penal Internacional (rechazado todavía por Estados Unidos
y firmado por Francia sólo tras muchas reticencias y precauciones dilatorias).
Lejos de ver en ello una amenaza para la ley, todas estas instituciones han señalado
que la limitación de la soberanía es la condición de la paz, e incluso, de la
ley en general. Es cierto que la soberanía compartida sigue siendo una
soberanía, y esta es la ambigüedad de todo el discurso jurídico-político que regula
las instituciones internacionales y las relaciones tan equívocas, tan dudosas y
tan criticables, entre los Estados más poderosos y las instituciones
internacionales, en igual medida indispensables e imperfectas o perfectibles.
Estas cuestiones
decisivas pero difíciles sólo podemos pensarlas, considerarlas de forma serena
y radical, en lo que la Universidad simboliza hoy. La incondicionalidad del
pensamiento, que debería encontrar su lugar o su ejemplo en la Universidad, se
reconoce allí donde, en nombre de la libertad misma, puede cuestionar el
principio de soberanía como principio de poder. Cuestionamiento temible y abismal,
no lo ignoremos, pues si bien el pensamiento encuentra allí su espacio de
libertad, ciertamente se encuentra también sin
poder. Se trata de una incondicionalidad sin soberanía, es decir, en el
fondo, de una libertad sin poder. Pero sin poder no quiere decir “sin fuerza”.
Y quizás allí, discreta y furtivamente, sea atravesada
otra frontera, a la vez cruzándola y
resistiendo al tránsito, a saber, la frontera poco visible entre la incondicionalidad
del pensamiento (que comprendo como la vocación universal de la Universidad y de
las “Humanidades” por venir) y la soberanía del poder, de todos los poderes: el
poder teológico-político, aún en sus figuras nacionales o democráticas, el
poder económico-militar, el poder mediático, etc. La afirmación de la que hablo
sigue siendo un principio de resistencia o de disidencia: sin poder pero sin debilidad, sin poder pero no sin fuerza, así sea una
especie de fuerza de la debilidad. Lejos de refugiarse tras las fronteras
seguras de un campo, de un campamento, de un campus inofensivo y protegido por
autoridades invisibles, este pensamiento de la Universidad debe preparar, con
todas sus fuerzas, una nueva estrategia y una nueva política, un nuevo pensamiento
de lo político y de la responsabilidad política. Para eso, debe aliarse, en el
mundo, en Europa y fuera de Europa, con todas las fuerzas que no confundan la crítica
de la soberanía con el servilismo, ni tampoco con la servidumbre voluntaria, todo
lo contrario.
He aquí lo que
comenzaría por responder, casi nada
en suma, de manera torpe y aventurada, insolente también, a las leyes de la
ciudad (οἱ νόμοι καί τὸ κοινὸν τῆς πόλεως). He aquí lo que habría replicado, casi nada en suma, y eso es todo, a las prosopopeyas, a las voces
autorizadas que Sócrates, antes que Rousseau, intentó hacer hablar, intentó e
hizo hablar, oyó para hacer hablar. ¿Inventé otros λόγοι que los que Platón nos
dejó grabados? Quizás. Pero apuesto, y es un acto de fe en Sócrates el ateniense,
que él había oído esas voces casi mudas, esas voces que me invento. Quiero
creer que las oyó, aunque haya preferido como buen ciudadano aparentar que no.
En cuanto a mí, como cualquier otro y modestamente, sigo siendo ciudadano, ciudadano
de mi país o del mundo, ciertamente, pero nunca aceptaría hablar, escribir o
enseñar únicamente en cuanto ciudadano, y menos aún en la Universidad. Es por
eso que he tenido la desfachatez de desafiar ante ustedes a las leyes de la
ciudad. Pero si no me he dejado intimidar por su prosopopeya, ha sido para dar
la palabra a otros, vivos o muertos, y a otras leyes. Preferir otra ley a las
leyes de la ciudad, esta tragedia nos resulta familiar, incluso demasiado
familiar. La memoria griega habrá ilustrado nuestra herencia con algunos
ejemplos, sublimes y aterradores.
No me atrevo a
comparar el riesgo que ingenuamente corro hoy aquí, en Atenas, como huésped y
amigo agradecido.
Les agradezco
también la paciencia con la cual han escuchado al Extranjero hablarles por
tanto tiempo para no decir nada, o casi nada; eso es todo.
Gracias, perdón.
*
Conferencia pronunciada en la Universidad Panteion (Atenas), en la
ceremonia de Doctorado Honoris causa,
el 3 de junio de 1999. Para el texto original, cf. Derrida, Jacques. Inconditionnalité
ou souveraineté. L´Université aux frontières de l´Europe. Atenas:
Éditions Patakis, 2002 (texto bilingüe francés/griego). Se omiten en esta
traducción las extensas pero valiosas notas al pie de página [N. de T.].
[2] En inglés en
el original: “We are moving into a system
of international relations in which human rights, rights to minorities every
day, are much more important, and more important even than sovereignty” [N. de T.].
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