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viernes, 20 de junio de 2014

INCONDICIONALIDAD O SOBERANÍA




La Universidad a las fronteras de Europa*

Jacques Derrida

Traducción: UniNómada
Señor Rector,
Señor Vicerrector,
Señor Presidente,
Queridos Colegas,
Queridos amigos,

¿Qué ocurre hoy en el mundo, y más cerca de nosotros en Europa? ¿Qué sucede en esos límites llamados fronteras? ¿En estos fronts virtuales que trazan todas las fronteras? Frons nombra lo que hace frente, en lo más alto de la cabeza y del jefe (κεφαλή, caput), por encima de la mirada, a la altura capital de lo que es capital, la capital, el capital mismo. Sobre la cara o la fachada eminente de lo más soberano, la cabeza, localidad orientada, superficie de exposición pero también de protección vuelta hacia afuera, hay lugar de hacer frente, como se dice en francés, contra el exterior, es decir, contra el extranjero. Por encima de los ojos, la superioridad, la altura misma del frons, en latín, no lejos del griego ὀφρύς, es también, en esta figura de la figura, un límite territorial, la frontera de un Estado que se dice soberano cuando intenta defenderse atacando sobre una línea de batalla, en el momento de hacer frente contra la invasión del extranjero o del enemigo. En esta guerra virtual o actual, en este borde fronterizo que corresponde a todas las figuras del frente, pero también a todas las metáforas políticas del partido: de derecha o de izquierda, del “frente nacional” al “frente de liberación nacional”, del “frente del rechazo” al “frente popular”, y también el “Frente Islámico de Salvación”.

Ahora bien, ¿qué ha llegado a ser el frente hoy? ¿Se puede impedir que la frontera se vuelva un frente? En el mundo, y más cerca de nosotros, en Europa, en Europa del Sur, ¿por dónde pasan los frentes y por dónde las fronteras? ¿Es posible comparar también los límites de la Universidad con las fronteras, fronteras externas (relación con el mundo, el Estado, la sociedad civil y los campos del poder) o fronteras internas (las disciplinas, las jerarquías y los campos del saber)? ¿La Universidad se pretende también soberana, con una soberanía análoga a la que se confiere a los Estados-nación y que atraviesa hoy, por doquier y muy cerca de aquí, la tormenta que todos conocemos, sin duda más allá de una simple crisis? A menos que la supuesta independencia de la Universidad, la inmunidad, la libertad, la franqueza absoluta que ella reivindica sean todavía más exigentes: ni superiores ni inferiores, sino de otra naturaleza. ¿Cómo debe entonces la Universidad decidir con entera libertad, soberana o no, su propia “política”, su propia “ética”, frente a todos los poderes: poderes de Estado, poderes del Estado-nación, poderes de la Iglesia, poderes ideológicos, poderes económicos, poderes mediáticos, etc., toda vez que estos se disputan una soberanía o se hacen la guerra respecto a la soberanía?

Al momento de expresar mi profundo reconocimiento a la Universidad Panteion, a mis colegas atenienses, a tantos amigos tan queridos, a todos los que me honran hoy con su confianza, debo prohibirme la menor ligereza.

Este no sería el momento, hoy menos que nunca.

La hora es menos propicia que nunca, ustedes convendrán, para efectos de cierto teatro académico.

En estos tiempos de guerra, de una guerra europea, de una guerra mundial incluso, que nadie se ha atrevido a declarar como tal ni bajo ese nombre, en medio de una experiencia indescriptible y difícil de analizar, en la que a menudo resulta para uno imposible elegir su campo y tomar partido, cuando ni siquiera reconocemos los viejos conceptos y los viejos imaginarios del partido o del campo, del frente y de la frontera, de la guerra, justamente, del derecho de guerra y del derecho de gentes, ni siquiera del crimen de guerra, en el momento en el que también los conceptos de lo político, del Estado y de la nación, y también del derecho internacional son continuamente sacudidos por terremotos, ¿no sería indecente ceder a las palabras convenidas, a la retórica circunstancial, a los rituales previsibles de un Doctorado honoris causa? Tratar este Doctorado honoris causa como la formalidad de una ceremonia pomposa, el conservatorio de una tradición piadosamente heredada, una supervivencia intemporal de tiempos pasados, eso sería ante todo incurrir en un acto de ingratitud para con mis amigos griegos y para con la Universidad que me acoge. Eso sería también dar una prueba de trivialidad o de insensibilidad filosófica. Eso sería olvidar la misión y el concepto mismo de ese lugar que llamamos todavía la Universidad (que distingo de cualquier otro instituto de investigación con fines tecno-económicos y dependiente de poderes exteriores). Si yo tratara este Doctorado como decoración u ornato honoríficos, incurriría en injuria ante la gravedad de los tiempos presentes, así como ante aquellas y aquellos que, no lejos de nosotros, sufren incluso al límite de la muerte. Eso sería faltar a las responsabilidades que, según creo, son las nuestras hoy en Europa. Y claro, más allá de Europa.

Tales responsabilidades pesan sobre nosotros, las asumamos o no. Ellas insisten, vuelven una y otra vez para que las recordemos aquí, por ejemplo, en esa prosopopeya de las Leyes que Sócrates en el Critón, en la misma Atenas, hizo hablar. Como es sabido, él les prestaba su voz, pero para hacer como si se dirigieran a él. Como siempre, las leyes de la ciudad, y como en el teatro, estas leyes desempeñaban un papel, representaban lo que Rousseau llamaba una “convención legítima”; implican el rostro oculto, πρόσωπον, una vez más el rostro, la cabeza, el frente. A través de una prosopopeya, las leyes nos dictan sin embargo nuestras responsabilidades, nos hablan, hablan ante nosotros y dentro de nosotros, nos hablan antecediéndonos. Dirigiéndose a nosotros, pero a través nuestro, las leyes nos hablan, hablan por y para nosotros, en nuestro lugar y en nuestra dirección; nos dicen también lo que somos o deberíamos ser; ellas nos dicen, nos expresan y nos definen por su conminación, incluso antes de toda respuesta por parte nuestra. Huir de ellas es, pues, imposible. Denegarlas, desviarse o protegerse de ellas, como intentamos hacerlo con frecuencia, admitámoslo (pues ellas son inconmensurables para nosotros mismos), sería otra manera de reconocer esta herencia inscrita de antemano en nuestra lengua, en nuestras lenguas, en lenguas más antiguas que nosotros y sin las cuales ni siquiera comenzaríamos a pensar.

En la filiación de esas lenguas, el griego no es solamente un idioma entre otros idiomas europeos, entre otras lenguas filosóficas, entre las lenguas en las cuales cuestiones como Europa, la filosofía y la política son llamadas por su propio nombre. Por su nombre, pero también, ahora, en nombre de esta filosofía política ateniense de la hospitalidad, de esta φιλοξενία que ordena recibir al extranjero, al ξένος, y tratarlo como amigo, como aliado, como φίλος. Es así como recibo la oportunidad de ser recibido por ustedes hoy, como huésped y como amigo. El viejo y noble uso europeo de los Doctorados honoris causa, otorgados siempre a quienes son extranjeros respecto a la Universidad que los acoge, y a menudo también extranjeros respecto al país, venidos del otro lado de una frontera, guarda como la filosofía misma, según creo, la memoria de una φιλία o de una φιλοξενία que sigue siendo ante todo una hospitalidad política y una ética en la experiencia del extranjero, incluso del refugiado o del exiliado: en suma, una ética y una política de la frontera.

Es por eso que, avergonzado por no dirigirme a ustedes en griego, huésped indigno de la hospitalidad ofrecida, todavía me atrevo a sostener que todo, casi todo lo que me dispongo a decirles, me será dictado, directamente o no, en griego, y desde una memoria griega. Traducido de antemano del griego, lo que me dispongo a decirles está, pues, enseguida retraducido al griego. (Con mayor razón debo agradecer al intérprete que vela en este momento por esta traducción invisible). Todo, casi todo lo que quisiera decirles, me viene de Atenas, vuelve de inmediato a Atenas —y no solamente cuando mencione la ley, el derecho, la política, el Estado y la democracia, pues no olvido que hablo aquí en una Universidad de ciencias sociales y políticas—. Todo, casi todo, parece provenir de esta genealogía ateniense.

¿Pero cuál sería aquí la diferencia entre todo y casi todo? ¿Cómo contar, en suma, con ese casi nada? Quizás ese casi nada alude —según una diferencia apenas audible, aunque decisiva— a una discordancia en la voz misma de las Leyes que interpelan a Sócrates. Como si otra voz viniera a parasitar los νόμοι a los cuales la prosopopeya socrática presta su palabra, las leyes de la Πόλις, de la Ciudad o del Estado, νόμοι τῆς πόλεως. Quizás éstas prefiguran ya la Ley moderna del Estado soberano, y la nota discordante que quisiera sostener hoy viene quizás de un lugar extranjero respecto a esta autoridad soberana. Pero ese lugar extranjero remite quizás todavía a ese tal Sócrates, al lugar desde el cual él hacía hablar las leyes, pero también a un sitio desde el cual ese maestro de la ironía y de la pregunta sin fin habría podido desobedecer, y huir, o resistir, volviéndose así un disidente moderno o un ancestro de la civil disobedience, de la “desobediencia civil” con la cual se responde a la legalidad positiva de un Estado-nación en nombre de una justicia más apremiante o más imperativa.

La inmensa herencia de estas responsabilidades se inscribe, claro está, en lo que llamamos confusamente la filosofía de nuestra cultura, más rigurosamente en todo aquello de lo que la Universidad europea es a la vez archivo y ley, como si —incorporando en sí mismos la memoria— las tablas, los tableros, e incluso, las actuales pantallas de ordenador siguieran asemejándose a ciertas tablas de la ley, a los cuerpos, a los archivos y a los soportes de las constituciones, de las legislaciones que velaron por la invención de la Academia, del Liceo, y luego de la Universidad. Es cierto que no estamos ya en tiempos del Critón y que nadie se atrevería a presentarse como Sócrates, ni siquiera como su descendiente perdido o como un nieto degenerado de Sócrates, mucho menos como un prisionero condenado a muerte por corromper a los jóvenes ciudadanos. Y aún así, lo que sobre todo me dispongo a sugerir para someterlo a discusión será menos dócil de lo que Sócrates lo fue para esas Leyes que le recuerdan la soberanía de la πόλις: “Dinos, Sócrates, ¿qué piensas hacer?”, le preguntan las Leyes a Sócrates. “¿No es cierto que, por medio de esta acción que intentas, tienes el propósito, en lo que de ti depende, de destruirnos a nosotras y a toda la Ciudad?” (Permítanme leer estas frases en griego antiguo: “Εἰπέ μοι, ὦ Σώκρατες, τί ἐν νῷ ἔχεις ποιεῖν; ἄλλο τι ἢ τούτῳ τῷ ἔργῳ ᾧ ἐπιχειρεῖς διανοῇ τούς τε νόμους ἡμᾶς ἀπολέσαι καὶ σύμπασαν τὴν πόλιν τὸ σὸν μέρος”). “¿Te parece a ti que puede aún existir sin derrumbarse una Ciudad en la que los juicios que se producen no tienen efecto alguno, en la que los particulares pueden suprimir sus efectos y destruirlos?” (Critón, 50 a-b).

Esas responsabilidades obsesivas nos apremian de manera más urgente, más acuciante (justamente como lo que apremia en la frontera, como lo que hace presión sobre la frontera, como lo que presiona sobre el concepto de frontera) y, de forma ejemplar, en las fronteras de Grecia y Europa, tan cerca de la ARYM[1], de Serbia, de Albania, de Kosovo. Tales responsabilidades no se detienen con la ciudadanía europea o griega. Pero si ellas son universales, ¿en qué medida son también hoy universitarias, de manera específica e imperativa? ¿En qué medida tales responsabilidades son nuestras en la Universidad? ¿Y en la filosofía, esta disciplina generalmente asumida como tal en lo que llamamos, con una vieja palabra cargada de historia, las “Humanidades”? ¿Acaso nos corresponde hoy darle nuevas tareas a lo que se conserva bajo esa vieja palabra, las “Humanidades”, mediante nuevas interpretaciones, discusiones, puestas en marcha, reivindicaciones de lo que llamamos los derechos del hombre, y, de esta manera, mediante los terremotos de este siglo, los sismos fronterizos que alcanzan a desplazar las definiciones del frente y de la frontera, mediante las guerras sin guerra, mediante el nuevo concepto de crimen contra la humanidad y el nuevo derecho, mediante las instituciones originarias a las que dicho concepto nos induce? Pues las viejas preguntas ontológicas, “¿qué es el hombre?”, “¿en qué consiste la humanidad del hombre?”, “¿qué es lo propio del hombre?”, están ahí de nuevo puestas en juego en los conceptos relativamente modernos de los “derechos” a los que llamamos del hombre y en el concepto jurídico mucho más reciente de “crimen contra la humanidad” (1945). Enteramente reactualizada, la pregunta por el hombre debería dotar de una urgencia desconocida, incluso de un sentido poco común, a lo que denominamos las Humanidades, en inglés las Humanities, o en alemán Geisteswissenschaften. La pregunta por el hombre es despertada violentamente del sueño dogmático por la guerra sin guerra y sin frente, así como por las ciencias de lo vivo o de lo animal, por las tecnociencias que vuelven cada vez menos seguro lo que llamamos lo propio del hombre.

La idea de Universidad no es, en efecto, en sentido estricto, una idea de la Grecia del siglo V; no nace con el origen de la filosofía, y sin embargo, diré enseguida cómo proviene de ella. La idea de Universidad, en su forma medieval o en su forma moderna (más o menos heredada por el modelo alemán y berlinés del siglo XIX) es una invención europea, por enigmáticas que sean o resulten estas palabras, Universidad y Europa. Si hoy hay universidades en todas partes del mundo, a menudo están instituidas bajo el modelo de la Universidad europea moderna, lo que confirma cierta homogeneidad —preocupante y problemática— entre mundialización y europeización, o lo que la δόξα cree reconocer bajo estas palabras.

Ahora bien, la pregunta que quisiera plantear aquí, en el tiempo del que dispongo y en los límites de este discurso, no será inspirada solamente por la razón y apoyada en razón de nuestra pertenencia común a Europa, a la vieja Europa o a la Europa que se busca, puesto que, aunque esta fuera una buena razón, no sería una razón suficiente. ¿Cómo interpretar, incluso más allá de nuestra ciudadanía europea, nuestra responsabilidad universal de universitarios en tiempos de guerra? Y esto ya no ante la guerra ni por encima del conflicto, como se dice, sino a la vez al borde de una guerra bastante próxima, e incluso en el corazón de un conflicto que todo el mundo reconocerá bajo el nombre de Kosovo, en una tormenta que sin embargo ya no responde ni al concepto ni al nombre, esto es, a los frentes tradicionales de la guerra, a sus frentes de vida y de muerte, a sus frentes de matanza, como tampoco a sus frentes conceptuales, tales como el derecho europeo los definía hasta ahora. Pues tenemos aquí el caso de una guerra sin guerra, una guerra sin declaración de guerra entre Estados soberanos (y es de soberanía de lo que quisiera hablar).

¿Quiénes son los contendientes en esta guerra sin nombre? La alianza político-militar de los Estados-naciones del Atlántico Norte, Estados-naciones de Europa y América, una alianza constituida en tiempos de la guerra fría, sostiene de modo grandilocuente que no quiere arriesgar la vida de nadie, ni de su lado ni del otro, ni de un civil ni de un militar —distinción vuelta hoy tan caduca y problemática como la vieja distinción entre la στάσις de una guerra civil y el πόλεμος de una guerra entre Estados—. Sin declarar la guerra, la susodicha alianza de Estados soberanos anuncia que “no matará” en el momento mismo de soltar, e incluso, de experimentar los armamentos high tech más potentes y mortales, los misiles llamados inteligentes o sofisticados (¿qué habrían dicho los maestros del σοφόν respecto al uso actual de esta palabra?), pero también los más ciegos y bárbaros, mientras que del lado de Serbia, Estado europeo que no hace parte —como Francia y Grecia, por ejemplo— de la Unión Europea o de la OTAN, y en nombre de su autoridad soberana sobre una provincia a la que no hace mucho privó arbitrariamente de su autonomía, se practican exacciones masivas y destinadas a purificar su propio Estado-nación de toda supuesta heterogeneidad, ya sea étnica o religiosa. No olvidemos que esta violencia y estas violaciones responden, desde todos los lados de lo que ya no es un frente, a intereses no declarados, pero también a pasiones indisociablemente nacionales, étnicas, raciales y religiosas, cuya forma es tan arcaica como el asunto de una fantasmática de las raíces y de las posesiones territoriales que nuestra modernidad nos enseñó a disociar de la política y de la razón política. De acuerdo con esto, lo político ya no tiene lugar, si puedo decirlo así, ya no hay τόπος estable o esencial; está sin territorio, desterrado por la tecnología, por la aceleración y la extensión inauditas de las distancias telecomunicacionales, por irresistibles procesos de deslocalización. He aquí un tema de meditación sobre nuestra herencia ateniense, pero también más allá de ella: lo político ya no está circunscrito por la estabilidad que liga al Estado con la tierra, con el territorio, con el terruño, con la frontera terrestre, ni con la autoctonía —ni siquiera con el lugar de sepultura que Edipo quiso ocultar a Antígona y a Ismene—. Por otra parte, lo recuerdo de pasada, los conflictos en curso no provocan solamente los sufrimientos, las heridas, las muertes de las guerras clásicas, ni solamente los éxodos y los desplazamientos de población propios de las guerras de este siglo. Se desarrollan también mundialmente en esos nuevos frentes virtuales que son, desde dos o tres lados, los media, la televisión, el e-mail, la Internet. La cuasi-guerra mundial es también la guerra en la World Wide Web que se disputan a la vez los poderes de los Estados-naciones o las coaliciones de los Estados-naciones hegemónicos, las corporaciones de capitales supranacionales (capaces, desde dos o tres lados, de todas las manipulaciones posibles), y los ciudadanos o no ciudadanos de cualquier país resistentes, opositores, disidentes que pueden así, gracias a los mismos poderes técnicos del e-mail y de la Internet, liberarse de los poderes del Estado o del capital y producir por tanto cierta afirmación democrática, cosmopolítica, incluso metaciudadana. Así, por ejemplo, hace algunas semanas, en plena guerra, universitarios e intelectuales de todo el mundo lograron desafiar a los aparatos estatales para celebrar por Internet el aniversario de la radio libre de la oposición democrática serbia (B-92) que fue oficialmente silenciada por el gobierno de Milosevic, como lo fue también luego, más gravemente aún, y de manera no menos perversa, por los bombardeos de la OTAN. Pues si se quisiera verdaderamente poner fin a la política serbia, ciertamente desde hace mucho tiempo habría algo mejor que hacer que atacar a Belgrado desde tan alto y desde tan lejos, y tan cruelmente. No había ninguna necesidad de pseudoexpertos militares o diplomáticos para saber que había algo mejor que hacer: por ejemplo, ayudar a la oposición serbia.

Vivimos, pues, una simultaneidad anacrónica, si así puede decirse, el contratiempo desligado de modelos que pertenecen a configuraciones heterogéneas de la historia humana: los poderes y el capital de la teletecnociencia más sofisticada cohabitan, poniéndose a menudo al servicio de las pasiones arcaicas del animal político; por ejemplo, del fantasma de una pureza racial o étnica, cultural o lingüística que no resiste ni un instante al análisis.

No haré aquí —pero habría que hacerlo— una descripción patética o polémica de los sufrimientos infligidos desde todos los lados de lo que ya no es ni una frontera ni un frente: sufrimientos de los que tenemos tantas imágenes atroces, sufrimientos que a menudo permanecen para nosotros invisibles, sufrimientos infligidos a individuos o a pueblos y que, tan absolutos como la singularidad del mal, de la herida y de la muerte, quedarán para siempre indecibles e injustificables. Tampoco haré —pero habría que hacerlo— el análisis de la argumentación desplegada mediante la retórica de los partidos presentes. El arsenal histórico y jurídico-político de las buenas razones y de las buenas conciencias nos ocuparía durante horas sosteniendo todas las causas, en el triángulo infernal de la OTAN, de Serbia y del movimiento independentista de Kosovo. En cambio quisiera, aunque sea sumariamente, poner a consideración una sola pregunta, incluso una hipótesis, sobre el lugar, la significación, y me atrevería a decir, la misión de la Universidad, y así mismo, sobre la tarea de la filosofía y de las nuevas Humanidades en esta guerra sin nombre, en estas guerras sin nombre —pues, por desgracia, hubo antes otras guerras también innombrables y purificaciones étnicas del mismo tipo de las cuales Europa y su tutor americano no han hecho ningún caso—. Hay todavía, no lejos de Europa, y alrededor de la cuenca mediterránea, muy cerca de aquí, tantos pueblos oprimidos y reprimidos por poderes de Estado más o menos legítimos, más o menos respetuosos de las decisiones de la ONU, y por los cuales Europa y su tutor se preocupan tan poco o tan mal, lo cual debería bastar para inquietar la buena conciencia y el moralismo.

Mi pregunta y mi hipótesis atañen aún al frente y a la frontera, al volverse-frente de la frontera, pero esta vez, de manera más discreta, frágil, difícil también, en la línea de una frontera entre dos conceptos que, a menudo, es difícil disociar: la incondicionalidad y la soberanía. Estas son dos representaciones próximas, pero heterogéneas, de lo que llamamos la libertad.

La idea moderna y europea de Universidad supone, en su principio mismo, el derecho incondicional a la verdad; o mejor aún, el derecho incondicional a plantear cualquier pregunta necesaria respecto a la historia y a los valores mismos de verdad, ciencia, e incluso de humanidad. En principio, no hay ningún límite en la Universidad para el examen crítico —que yo prefiero llamar deconstructivo— de ninguna presuposición, de ninguna norma, de ninguna axiomática, y en consecuencia, de ninguna filosofía política, de ninguna ideología, de ningún dogmatismo religioso o nacional, así como de ninguno de los poderes económicos, sociales, nacionales, religiosos que, de una u otra manera, son sostenidos, representados y servidos por ellas. Y servidos hoy de modo indispensable, en el nuevo espacio público, por ese otro poder capitalístico-ideológico-económico que se llama el poder mediático, instrumento heterogéneo y contradictorio, ciertamente, pero blanco virtual de todos los frentes. La Universidad tiene incluso el derecho de examinar sin presupuestos la idea de hombre, su historia y sus transformaciones, como quiera que dicha idea condiciona el humanismo, los derechos del hombre, la noción de crimen contra la humanidad. No para amenazar o destruir todo lo que se instituye de esta manera, sino para exponerlo a las exigencias de un pensamiento que, por otra parte, no se reduce ni a una disciplina (antropología, derecho, historia, etc.), ni tampoco a la filosofía, ni a la ciencia, ni mucho menos a la crítica. Y justamente lo que llamo pensamiento es lo que corresponde a esta exigencia incondicional. Considero que el pensamiento no es otra cosa que esta experiencia de la incondicionalidad y que no es nada sin la afirmación de esta exigencia: cuestionarlo todo, incluso el valor de la pregunta, incluso el valor de verdad y de verdad del ser por el que se fundan la filosofía y la ciencia. La afirmación sin límite de este derecho incondicional a un pensamiento liberado de todo poder y justificado para decir públicamente lo que piensa (tal fue la definición de la Ilustración según Kant) es una figura de la democracia, sin duda, de la democracia siempre por venir, más allá de lo que liga a la democracia con la soberanía del Estado-nación y de la ciudadanía. Democracia por venir, pues lo sabemos bastante bien, ni lo que hoy llamamos democracias ni las universidades parecen reconocer de hecho este derecho de principio que, sin embargo, las convoca y las instituye. Esta franqueza democrática, esta libertad incondicional supone, pero sin reducirse a ella, lo que llamamos la libertad académica (noción restringida e intrauniversitaria), así como tampoco se reduce a la libertad de opinión, de palabra y de expresión presuntamente aseguradas por las constituciones de los Estados.

¿Por qué insistir tanto aquí y ahora en esta libertad incondicional de la Universidad que permitiría cuestionar el principio de todo poder —en principio, para pensarlo con total independencia, incluso respecto a la resistencia, la desobediencia o la disidencia? Porque resulta evidente que esta libertad puede asemejarse, y a veces parece vincularse con lo que llamamos justamente soberanía, por ejemplo, la soberanía de Dios, la soberanía de un monarca, la soberanía de un Estado-nación, la soberanía del pueblo mismo. Ahora bien, el vínculo de esta semejanza es una analogía inquietante, seductora pero engañosa. Quisiera ponerla en duda hoy, en este momento singular que vivimos, no solamente con miras a depurar un análisis conceptual, una deconstrucción genealógica o una crítica especulativa (lo cual será necesario en todo momento y a otro ritmo), sino también para afirmar aquí que es en la Universidad, en lo que ella representa en todo caso, gracias a esta libertad incondicional, que podemos y debemos cuestionar hoy el principio de soberanía, o pensar el cuestionamiento histórico —actualmente en curso— del principio de soberanía, de ese fantasma de la soberanía que inspira también la política de todos los Estado-nacionalismos. Éstos se enfrentan todavía hoy en una guerra sin nombre sobre unos frentes a la vez simbólicos, virtuales y reales, pero, en todo caso, mortales. Así pues, si como muchos otros me he sentido obligado durante los últimos meses a guardar silencio, si no he podido elegir mi campo ni tomar partido, si solamente he podido lamentar las víctimas (kosovares y serbias), sintiéndome unido solamente a los opositores, a los disidentes y a los resistentes, sin estar nunca de acuerdo con las políticas ni del Estado serbio, obviamente, ni de la OTAN, ni tampoco con la que sostiene, de manera militarmente organizada, la reivindicación de un Estado-nación en Kosovo bajo el modelo de los demás Estados-naciones llamados soberanos, es porque desde estos tres lados —y digo desde los tres— se actúa en nombre y bajo las órdenes de ese arcaico principio-fantasma de la soberanía. No tiene nada de sorprendente que este principio-fantasma de origen teológico sea indisociable de una ideología étnica, nacionalista, estado-nacionalista (en su concepción más o menos moderna), así como de cierto fermento religioso, que se reconocen por su lógica gregaria y por su fuerza compulsiva en los conflictos actuales: la religión, la etnia y el Estado-nación se mezclan en un mismo discurso soberanista. Sería demasiado fácil demostrarlo del lado de Serbia y del lado de Kosovo, ya que esta idea de soberanía es explícita desde ambos lados: del lado de quienes sostienen en Serbia que Kosovo hace parte o debería hacer parte de la Gran Serbia y que toda agresión viola la soberanía del Estado serbio, su memoria y su identidad; y también del otro lado, donde la aspiración armada a la independencia obedece a una estrategia de la soberanía kosovar que apunta a la constitución de un Estado-nación llamado independiente —que, como sabemos, sólo vería la luz bajo otro protectorado disfrazado—. Pero, frente a ellos, del lado de la OTAN, allí donde se pretende justamente actuar en nombre de principios humanitarios y de derechos del hombre superiores a la soberanía de los Estados, allí donde se permite el derecho de intervención en nombre de los derechos del hombre, allí donde se juzga o se pretende juzgar a los actores de crímenes de guerra o de crímenes contra la humanidad, sería fácil demostrar que este humanitarismo, poco preocupado por otros casos en curso de “purificaciones étnicas” en el mundo, sigue estando aún, y brutalmente, al servicio de intereses estatales de toda clase (económicos o estratégicos), ya sean comunes a los aliados de la OTAN o incluso disputados entre ellos (por ejemplo, entre Estados Unidos y Europa). No puedo hacer aquí semejante demostración, pero este análisis posible y necesario sólo puede tener hoy lugar, con total independencia, en la Universidad o en el espíritu de la investigación universitaria; sólo allí puede ser debatido pacientemente, con un rigor inflexible. Solamente en un lugar de cuestionamiento y de afirmación sin límite podemos corresponder a una doble exigencia. Por una parte, hay que proseguir del modo más consecuente posible el análisis crítico y genealógico —que preferiría llamar la deconstrucción en curso— del soberanismo, de los fantasmas de la teología política y de la ideología Estado-nacionalista que, siempre inseparables y conjuntamente, mandan de modo más o menos claro, y el análisis de la terrible represión serbia con su proyecto de purificación étnica, y, además, ya no del lado de las víctimas kosovares que sufren todo esto igual que las víctimas serbias, el análisis de las intenciones Estado-nacionalistas de Kosovo que pretende reconstituir, de modo más o menos claro, uno de esos Estados-naciones soberanos, una de esas entidades étnico-religiosas de tendencia homohegemónica, en el momento en que la susodicha soberanía parece un modelo cada vez más arcaico. La tarea crítica es compleja, tanto como su estrategia. No descuidemos esta complejidad, pues, una vez más, es en la Universidad que podemos estar atentos a ella con la paciencia y prudencia requeridas. Paciencia y prudencia, pues la ideología de la soberanía puede tener provisionalmente, aquí o allá, afortunados efectos de emancipación. Además, no olvidemos un hecho de enormes y graves dimensiones: los productores, los apologetas, incluso los propagandistas de esta ideología Estado-nacionalista, a menudo asociada a las Iglesias y a la etnia, pero siempre religiosa en sí misma y por esencia, son también a menudo escritores, publicistas, intelectuales y universitarios. Pero, por otra parte, la misma exigencia debe impulsar a revelar, del lado de la OTAN, una ambición casi simétrica, y enfatizo, casi simétrica. Tras su discurso de los derechos del hombre que pretende —de manera a veces sincera en algunos de sus voceros y en algunos ciudadanos— hacer pasar la preocupación moral y humanitaria por encima de los intereses Estado-nacionales y, en consecuencia, por encima de la soberanía, los aliados de la OTAN ponen en marcha una política contradictoria que, de modo más o menos claro, es confiada a pseudoexpertos de toda clase, cuanto más arrogantes más falibles, sean cuales sean (y no pienso solamente en los militares). Las estratagemas de la OTAN sirven también a los intereses, a los poderes y a las intenciones hegemónicas de Estados-naciones ya sean aliados o enfrentados, poco importa, como Estados Unidos y Europa. Digo “casi simétrico” porque la relación de fuerzas económicas y militares es, a la larga, demasiado desigual, pero también porque, incluso sirviendo de coartada imperfecta, el discurso de los derechos humanos tiene un porvenir que el nacionalismo y el soberanismo ya perdieron, al menos como conceptos fundamentales de lo político. Cuando un secretario general de la OTAN, seguramente bien intencionado como Javier Solana, declara (25/4/1999): “Estamos entrando en un sistema de relaciones internacionales en el cual los derechos humanos y los derechos de las minorías son cada vez más importantes, incluso más importantes que la soberanía”[2], anuncia un porvenir hacia el cual, en efecto, “estamos entrando”. Pero en el intervalo de este progreso, la inadecuación permanece y permanecerá por siempre. Dicha inadecuación atraviesa el discurso de los derechos humanos y de las minorías. Es por eso que debemos deconstruir hasta el infinito, pero también denunciar los mecanismos, las artimañas y las mentiras a través de los cuales este respetable discurso sobre los derechos humanos se ajusta, de manera injusta y selectiva, a las intenciones hegemónicas de superpotencias Estado-nacionales. Éstas no renuncian a su propia soberanía. En cuanto lo estiman conveniente, ya no respetan ni siquiera a las organizaciones del derecho internacional que ellas mismas instituyen y a las que siguen dominando. Por lo demás, Estados Unidos y los países de la OTAN no son los únicos en hacer poco caso a la ONU cuando les parece útil; tampoco Serbia es el único país en practicar la “purificación étnica”. Tal purificación, ya lo he dicho, prosigue no muy lejos de aquí, bien lo saben ustedes, según otras vías y a otros ritmos.

Ahora bien, ¿qué es lo que permite distinguir entre, por un lado, la libertad en principio incondicional del pensamiento, que encuentra su mejor ejemplo y su derecho de ciudadanía en la Universidad, y, por otra parte, la soberanía, particularmente la soberanía Estado-nacional? En último término, una historia teológico-política del poder. No puedo desarrollar aquí esta argumentación, pero en ella deberían aparecer en primer lugar los orígenes teológicos del concepto de soberanía (“soberano”, “superanus”, de “superans”, significa en principio la omnipotencia, la predominancia y la superioridad de Dios, del Señor-Dios, por tanto, del monarca absoluto por derecho divino). Este concepto de soberanía sigue estando marcado por una ascendencia religiosa y sacra, incluso cuando es transferido al pueblo y al ciudadano. El contrato social de Rousseau marca un gran momento en esta mutación cuya fractura no afectó, por lo visto, la solidez teológico-política de la semántica de la soberanía. La soberanía divina o monárquica fue transferida al pueblo, como república o como democracia supuestamente secularizada, libre y autodeterminada. El pueblo se vuelve el soberano, uno, inviolable e indivisible, fuente absoluta del poder y del derecho. Cuando Rousseau, al comienzo de El contrato social, al igual que Sócrates en el Critón, hace sonar en su voz la voz de la ley como ley de su propio país, escribe: “Nacido ciudadano de un Estado libre y miembro del soberano, por débil que sea la influencia que tenga mi voz en los asuntos públicos, el derecho que tengo de votar basta para imponerme el deber de instruirme. ¡Estaré feliz siempre que, al meditar sobre los gobiernos, encuentre en mis investigaciones nuevas razones para amar al de mi país!”. Así, él legitima esta conversión aparentemente secularizante y humanizante del concepto religioso de soberanía, el cual pasa por tanto a hacer parte de los conceptos sobre lo político, como nos lo recuerda Carl Smith al señalar que en éstos quedan herencias teológicas secularizadas. Ser un ciudadano libre, tener derecho al voto, tener una voz, como se dice, una voz política, es ser miembro, es participar del cuerpo soberano (“Nacido ciudadano de un Estado libre y miembro del soberano”, dice Rousseau). El individuo contrata consigo mismo y queda comprometido bajo una doble relación: como miembro del soberano y para con el soberano. Con esto que Rousseau llama una “convención legítima”, esto es, una especie de ficción legal, se funda el orden social como un espacio sacro y sacramental: “el orden social es un derecho sagrado”, dice Rousseau. Todo lo que procede de “la voluntad del pueblo o la voluntad soberana, la cual es general” es “sagrado y por lo mismo inviolable”. Teniendo en cuenta esta aparente secularización y esta democratización que transfiere la soberanía divina o monárquica al pueblo que se autodetermina, ciertamente Marx tiene razón al distinguir en su Crítica de la filosofía del Estado de Hegel entre dos conceptos de soberanía: la soberanía del monarca y la del pueblo. “Soberanía del monarca o soberanía del pueblo, he ahí la cuestión”, dice él. También tiene razón al decir que hay dos conceptos distintos de soberanía, la soberanía divina y la soberanía humana. Pero, a pesar de esta distinción justificada, insisto en creer que la filiación teológica de la soberanía se mantiene, incluso cuando hablamos de libertad y de autodeterminación popular. En esta forja volcánica, en este hogar ardiente (hogar familiar y teológico-político de la filiación), se forjan o se fomentan aún hoy todos los Estado-nacionalismos beligerantes, en los que la pasión étnico-religiosa se vuelve oscuramente indisociable de la reivindicación de soberanía, de poder autodeterminado, por medio de presuntas purificaciones de toda especie. Siempre mediante el fuego y la sangre. Por otra parte, la división o repartición de la soberanía ha sido recomendada en este siglo por las Conferencias de La Haya, en 1899 y en 1907, luego por la Sociedad de las Naciones y la Carta de las Naciones Unidas, y recientemente, por el proyecto de la Corte Penal Internacional (rechazado todavía por Estados Unidos y firmado por Francia sólo tras muchas reticencias y precauciones dilatorias). Lejos de ver en ello una amenaza para la ley, todas estas instituciones han señalado que la limitación de la soberanía es la condición de la paz, e incluso, de la ley en general. Es cierto que la soberanía compartida sigue siendo una soberanía, y esta es la ambigüedad de todo el discurso jurídico-político que regula las instituciones internacionales y las relaciones tan equívocas, tan dudosas y tan criticables, entre los Estados más poderosos y las instituciones internacionales, en igual medida indispensables e imperfectas o perfectibles.

Estas cuestiones decisivas pero difíciles sólo podemos pensarlas, considerarlas de forma serena y radical, en lo que la Universidad simboliza hoy. La incondicionalidad del pensamiento, que debería encontrar su lugar o su ejemplo en la Universidad, se reconoce allí donde, en nombre de la libertad misma, puede cuestionar el principio de soberanía como principio de poder. Cuestionamiento temible y abismal, no lo ignoremos, pues si bien el pensamiento encuentra allí su espacio de libertad, ciertamente se encuentra también sin poder. Se trata de una incondicionalidad sin soberanía, es decir, en el fondo, de una libertad sin poder. Pero sin poder no quiere decir “sin fuerza”. Y quizás allí, discreta y furtivamente, sea atravesada otra frontera, a la vez cruzándola y resistiendo al tránsito, a saber, la frontera poco visible entre la incondicionalidad del pensamiento (que comprendo como la vocación universal de la Universidad y de las “Humanidades” por venir) y la soberanía del poder, de todos los poderes: el poder teológico-político, aún en sus figuras nacionales o democráticas, el poder económico-militar, el poder mediático, etc. La afirmación de la que hablo sigue siendo un principio de resistencia o de disidencia: sin poder pero sin debilidad, sin poder pero no sin fuerza, así sea una especie de fuerza de la debilidad. Lejos de refugiarse tras las fronteras seguras de un campo, de un campamento, de un campus inofensivo y protegido por autoridades invisibles, este pensamiento de la Universidad debe preparar, con todas sus fuerzas, una nueva estrategia y una nueva política, un nuevo pensamiento de lo político y de la responsabilidad política. Para eso, debe aliarse, en el mundo, en Europa y fuera de Europa, con todas las fuerzas que no confundan la crítica de la soberanía con el servilismo, ni tampoco con la servidumbre voluntaria, todo lo contrario.

He aquí lo que comenzaría por responder, casi nada en suma, de manera torpe y aventurada, insolente también, a las leyes de la ciudad (οἱ νόμοι καί τὸ κοινὸν τῆς πόλεως). He aquí lo que habría replicado, casi nada en suma, y eso es todo, a las prosopopeyas, a las voces autorizadas que Sócrates, antes que Rousseau, intentó hacer hablar, intentó e hizo hablar, oyó para hacer hablar. ¿Inventé otros λόγοι que los que Platón nos dejó grabados? Quizás. Pero apuesto, y es un acto de fe en Sócrates el ateniense, que él había oído esas voces casi mudas, esas voces que me invento. Quiero creer que las oyó, aunque haya preferido como buen ciudadano aparentar que no. En cuanto a mí, como cualquier otro y modestamente, sigo siendo ciudadano, ciudadano de mi país o del mundo, ciertamente, pero nunca aceptaría hablar, escribir o enseñar únicamente en cuanto ciudadano, y menos aún en la Universidad. Es por eso que he tenido la desfachatez de desafiar ante ustedes a las leyes de la ciudad. Pero si no me he dejado intimidar por su prosopopeya, ha sido para dar la palabra a otros, vivos o muertos, y a otras leyes. Preferir otra ley a las leyes de la ciudad, esta tragedia nos resulta familiar, incluso demasiado familiar. La memoria griega habrá ilustrado nuestra herencia con algunos ejemplos, sublimes y aterradores.

No me atrevo a comparar el riesgo que ingenuamente corro hoy aquí, en Atenas, como huésped y amigo agradecido.

Les agradezco también la paciencia con la cual han escuchado al Extranjero hablarles por tanto tiempo para no decir nada, o casi nada; eso es todo.

Gracias, perdón.


* Conferencia pronunciada en la Universidad Panteion (Atenas), en la ceremonia de Doctorado Honoris causa, el 3 de junio de 1999. Para el texto original, cf. Derrida, Jacques. Inconditionnalité ou souveraineté. L´Université aux frontières de l´Europe. Atenas: Éditions Patakis, 2002 (texto bilingüe francés/griego). Se omiten en esta traducción las extensas pero valiosas notas al pie de página [N. de T.].
[1] Antigua República Yugoslava de Macedonia [N. de T.].
[2] En inglés en el original: “We are moving into a system of international relations in which human rights, rights to minorities every day, are much more important, and more important even than sovereignty” [N. de T.].

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