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jueves, 6 de marzo de 2014

América Latina: Periferias urbanas, territorios en resistencia

 por  Raúl Zibechi

I. Introducción

En los últimos meses tuve la posibilidad de visitar a Colombia en varias oportunidades, gracias a las invitaciones que me extendieron la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca y el colectivo editorial Desde Abajo. Las visitas me permitieron conocer algunas experiencias notables, como la del pueblo nasa en los cabildos rurales y urbanos del Cauca, y la de sectores populares de Ciudad Bolívar, en Bogotá. En esos lugares pude compartir con los actores sobre los modos y formas de construir sus vidas cotidianas, y luego ampliar lo allí convivido a través de abundante bibliografía.

Ambas experiencias me reafirmaron en la convicción de que en América Latina, al calor de las resistencias de los de abajo, se han ido conformando “territorios otros”, diferentes de los del capital y las multinacionales, que nacen, crecen y se expanden en múltiples espacios de nuestras sociedades. Puede objetarse, con razón, que los territorios que construyen los movimientos indígenas en áreas donde habitan desde hace siglos no pueden compararse con las experiencias urbanas de los sectores populares. Las diferencias entre unos y otros son inocultables, empezando por el reconocimiento constitucional o legal que tienen algunos resguardos y territorios de los pueblos originarios, hasta el simple hecho de que la presencia estatal en esos lugares es débil, lo que facilita la existencia de formas de vida heterogéneas.

Las experiencias educativas, ancladas en la educación bilingüe, y los cuidados de la salud con base en los saberes ancestrales, la renovación y reconocimiento de la justicia comunitaria y de formas de poder apoyadas en las tradiciones comunitarias, pueden servir para confirmar las inexorables diferencias entre el mundo rural indígena y el urbano popular. Es enteramente cierto que entre los indios de nuestro continente sobreviven y se han recreado tradiciones diferentes de las que vemos en los sectores populares urbanos, entre ellas, y de forma destacada, la lengua propia.

Pero no es menos cierto que los sectores populares son portadores de relaciones sociales también diferentes de las hegemónicas, aunque no asimilables a las de los indígenas. Pero no es mediante estudios de carácter antropológico o sociológico como podemos desentrañar el carácter de esas diferencias. Los pueblos, sus culturas y cosmovisiones, no pueden ser comprendidos desde metodologías de carácter ‘científico’, o sea, sólo a través de estudios cuantitativos y estructurales. No se trata de medir las diferencias sino de comprenderlas en su despliegue y su visibilización, de los rastros y realizaciones concretas que van dejando estelas y huellas, materiales y símbolos.

Estoy firmemente convencido, como sugiere James Scott1, de que los de abajo tienen proyectos estratégicos que no formulan de modo explícito, o por lo menos no lo hacen en los códigos y modos practicados por la sociedad hegemónica. Detectar estos proyectos supone básicamente combinar una mirada de larga duración, con énfasis en los procesos subterráneos, en las formas de resistencia de escasa visibilidad pero que anticipan el mundo nuevo que los de abajo entretejen en la penumbra de su cotidianeidad. Esto requiere una mirada capaz de posarse en las pequeñas acciones, con la misma rigurosidad y el interés que exigen las acciones más visibles, aquellas que suelen “hacer historia”.

De larga duración porque sólo en ella se despliega el proyecto estratégico de los de abajo, no como programa definido y delimitado sino a través de grandes trazos que apuntan en una dirección determinada. Esa dirección, en América Latina, nos habla de creación de territorios, rasgo diferencial de los movimientos sociales y políticos respecto a lo que sucede en otras latitudes. En paralelo, en la larga duración se desdoblan los pliegues internos –claves para comprender los proyectos de nuestros pueblos– que le resultan invisibles al observador externo por las coberturas exteriores y superficiales que los ocultan.

Aunque los territorios de los movimientos abren nuevas posibilidades para el cambio social, no representan, empero, garantía alguna de transformación liberadora. En la periferia urbana de Ciudad Bolívar, por poner apenas un ejemplo, he visto territorios de la complejidad y la diversidad, de la construcción de relaciones sociales horizontales y emancipatorias en que se registran formas de vida heterogéneas, junto a territorios donde la dominación reviste las vulgares formas de la militarización vertical y excluyente. Transitar de un barrio a otro, cruzando apenas una avenida, puede representar un cambio brusco entre la dominación y la esperanza.

Como toda creación emancipatoria, los territorios urbanos están sometidos al desgaste ineludible del mercado capitalista, la competencia destructiva de la cultura dominante, la violencia, el machismo, el consumo masivo y el individualismo, entre otros factores. Los territorios de los sectores populares urbanos –a los que está en gran parte dedicado este libro– nacieron y buscan crecer en el núcleo más duro de la dominación del capital, en las grandes ciudades que son sede natural de las viejas y las nuevas formas de control social, que contribuyen a lubricar la acumulación de capital.

En efecto, sea por vía represiva, sea por la interiorización de la cultura neoliberal, estos emprendimientos han estado acosados desde cuando nacieron, hace más o menos cuatro décadas, en todas las periferias urbanas de este continente. Con el tiempo, aprendieron a sortear este conjunto de adversidades, como enseña la breve historia de Potosí-La Isla, en Ciudad Bolívar. La construcción de barrios populares en las ciudades es “la prolongación de la lucha por la tierra que por décadas ha cubierto el campo de nuestro país, expresada en la urbe en forma de lucha por la vivienda”, como sostiene un trabajo acerca de la experiencia. Este es, por cierto, uno de los nexos entre las luchas rurales y las urbanas, que nos permiten hablar de un proceso más global, de una lucha no parcelada ni segmentada que parece apuntar en una misma dirección.
***

Sin embargo, los territorios urbanos donde se arraigan los movimientos que trabajan por la emancipación sufren nuevas e inesperadas embestidas de actores nacidos a menudo en el seno de los mismos movimientos. Se trata de un proceso que se puede fechar en la década de 1990 con el acceso a los gobiernos municipales de fuerzas de izquierda como el Partido de los Trabajadores en Brasil, el Frente Amplio en Uruguay y otras fuerzas de izquierda en porción significativa de las ciudades latinoamericanas. De la mano de la “descentralización con participación” se pusieron en marcha proyectos como el Presupuesto Participativo, en Porto Alegre y otras ciudades, experiencias que tuvieron nombres y protagonistas diferentes pero características similares. Desde el punto de vista de los sectores populares organizados en movimientos, las experiencias no fueron felices, porque propiciaron la desarticulación de toda una camada de organizaciones populares, más allá de la voluntad de sus promotores.

En esta década nacieron gobiernos progresistas y de izquierda en la mayor parte de los países sudamericanos. Las viejas políticas participativas dieron paso a diversos planes estatales para combatir la pobreza, que deja consecuencias de larga duración para los movimientos, en particular para los urbanos. Con ellos se impusieron nuevas formas de gobernar o “nuevas gobernabilidades”, para decirlo con Michel Foucault2, que pueden ser interpretadas como punto de intersección entre los movimientos sociales y los Estados.

El problema que enfrenta el arte de gobernar en América Latina consiste en que en las últimas décadas las poblaciones se levantan, se insurreccionan, y desde el caracazo de 1989 lo hacen regularmente. El panóptico se vuelve arcaico: aunque sigue funcionando, no es el medio fundamental de control social. Para gobernar grandes poblaciones que cambian y buscan el cambio se requieren formas de control a distancia, más sutiles, que buscan la “anulación progresiva de los fenómenos por obra de los fenómenos mismos”, lo que exige un tipo de acción menos transparente que la del soberano, para dar paso una acción “calculadora, meditada, analítica, calculada”3. Se trata de actuar en relación de inmanencia respecto a las sociedades, y para eso los movimientos juegan un papel fundamental, y de ahí la necesidad de contar con ellos.

Podemos decir que los Estados que dirigen Lula, Kirchner y Tabaré Vázquez, los ejemplos más obvios pero no únicos, son hijos del arte de gobernar4. Ya no estamos ante los estados benefactores o los estados neoliberales prescindentes sino ante algo inédito, que sobre la base de la fragilidad heredada del modelo neoliberal busca desarrollar nuevas artes para mantenerlos en pie, dotarlos de mayor legitimidad y asegurar así su supervivencia siempre amenzada. Ello supone entender al Estado como propone Foucault, o sea, como una práctica y no como una cosa o estructura. El 25 por ciento de la población de Brasil, casi 50 millones, es beneficiaria del plan Hambre Cero. En Argentina y Uruguay, el 15 por ciento de los hogares reciben ayuda estatal, complementada por planes que apoyan las formas de supervivencia nacidas en la pobreza. No puede hablarse, por tanto, de las clásicas políticas focalizadas sino de algo diferente y nuevo.

Estas prácticas o formas de hacer, trabajan hoy con fuerza en territorios de la pobreza, y para ello deben asumir algunas de las iniciativas que nacieron abajo y orientarlas en otra dirección. Lejos de marginar a los movimientos, las nuevas prácticas estatales pasan por el “fortalecimiento de las organizaciones”, como propone el Banco Mundial, para convertirlas en contrapartes activas, capaces de hacer “diagnósticos participativos” y ejercer la dirección de proyectos con Organizaciones No Gubernamentales (Ong). Estas prácticas adjudican recursos, construyen saberes, administran cosas que afectarán a la población. Me interesa destacar que no es una gubernamentalidad construida por el Estado, adoptada pasivamente por los movimientos, sino que se busca, y se consigue en alguna medida, una construcción conjunta en espacio-tiempos compartidos.
En las favelas de Brasil, las villas de Argentina y los asentamientos de Uruguay, el Estado hace un intenso trabajo territorial con fuerte impacto en los movimientos. Para eso, ya no es necesario cooptar individualmente –incluso, sería contraproducente hacerlo– sino construir de modo conjunto. El papel más destacado lo juegan ahora las asistentes de las Ong (en buena medida mujeres jóvenes, con formación universitaria), que se mueven en los mismos espacios que los militantes y practican los modos de la educación popular. En los hechos, se produce una enorme confusión entre la militancia tradicional y los funcionarios estatales. Ambos hablan lenguajes similares y cultivan códigos parecidos, porque en realidad una parte sustancial del funcionariado de las Ong proviene de la militancia social o de sus aledaños.

En los territorios de los sectores populares, los activistas sociales ya no están solos. Unas décadas atrás, el Estado sólo aparecía vestido de uniforme policial o militar, o mediante caudillos patriarcales hoy en decadencia. Ahora, el Estado reconoció el papel del territorio y de los movimientos territoriales, y los movimientos reconocen el nuevo papel de aquél. Y juntos, a partir de tal reconocimiento, están creando algo diferente: nuevas formas de gobierno. Es éste un cambio de larga duración, destinado a introducir una poderosa cuña estatal en las periferias urbanas, pero ya no de un Estado puramente represivo sino algo más complejo y ‘participativo’ que, no obstante, persigue el mismo fin: adelantarse a lo que pueda suceder; en suma, “evitar la revolución”. Una vez más, siguiendo a Foucault, podemos decir que de la mano de los nuevos gobiernos, municipales y nacionales, nacen prácticas que hacen Estado y lo conservan.

En los hechos, los movimientos abordan los problemas fundamentales para la nueva gobernabilidad: salud, educación, coexistencia, en suma, ocupándose de la sociedad desde lógicas estatales; pero, sobre todo, tomando en cuenta aquellos espacios en los cuales pueden surgir problemas, movimientos, rupturas. Este Estado, producto de las nuevas gobernabilidades, tiene enorme legitimidad. Es ahora un Estado capilar porque, gracias al arte de gobernar, ha permeado los territorios de la pobreza con mucha mayor eficiencia que los caudillos clientelares del período neoliberal. Esos caudillos actuaban vertical y autoritariamente, y, por tanto, siempre podían ser desbordados.

Estamos transitando nuevas formas de dominación. Poco importa que vengan de la mano de fuerzas que se proclaman de izquierda, porque las nuevas artes de gobernar las desbordan y las incluyen a la vez. No se trata de que las izquierdas se hayan propuesto hacerlo así sino que les tocó gobernar en un período en que surgen gobernabilidades nuevas. En otras partes del mundo, Iraq, por ejemplo, algunas de estas ‘artes’ corren a cargo de las tropas de ocupación de Estados Unidos. No interesa tanto quién sino cómo.

Lo que está en juego es la supervivencia misma de los movimientos y de sus territorios como potenciales espacios de emancipación. En la medida en que las nuevas formas de gobernar, que suelen ser ensayadas primero en la escala municipal, desarticulan los movimientos sociales, pueden ser consideradas como parte del arsenal antisubversivo de los Estados. Superar este desafío pasa por comprender lo que está cambiando, asumir las nuevas formas de dominación biopolíticas más allá de quienes las hagan rodar. Que las encargadas de hacerlo sean las izquierdas no debiera sorprender: el panóptico y las formas disciplinarias de control social fueron una creación de la Revolución Francesa para enfrentar los desafíos que planteaba la caída del viejo régimen.

Fuente: Desde Abajo
  

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