Las fuentes filosóficas de nuestra independencia
Este 20 de julio celebramos el grito de Independencia de 1810, y el próximo 7 de agosto, la liberación del yugo español en la batalla de Boyacá. Si bien suele atribuirse a estos actos la influencia ideológica de la Independencia americana y la Revolución francesa, lo cierto es que las fuentes filosóficas de la Independencia se remontan al pensamiento español, específicamente, al del jesuita Francisco Suárez.
Durante mucho tiempo circuló la peregrina idea de que España no había legado en filosofía nada digno a Europa. Sin embargo, esto se debe a que en la modernidad se llegó a pensar que África empezaba en los Pirineos mismos y que España sólo era tierra de conejos. Esta especie de eurocentrismo impidió reconocer que el pensamiento de hombres como Fray Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria y, muy especialmente, Francisco Suárez, mucho antes que Ortega y Gasset, habían legado a Europa parte de las ideas modernas. En estricto sentido, mucho de lo que hoy se llama defensa de las culturas, la diversidad étnica, el derecho internacional, o las discusiones sobre la “guerra justa”, no serían posibles sin de Las Casas y Vitoria; así mismo, la famosa teoría del contrato y de la soberanía popular, no lo sería sin el gran pensador español Francisco Suárez.
En efecto, Suárez fue uno de los pensadores españoles más importantes del siglo XVI y XVII. Su influencia se puede rastrear en Descartes, Leibniz, Wolf, Schopenhauer y hasta en el mismo Heidegger. Esto se debe a que Suarez realizó en su famoso libro Disputaciones metafísicas,publicado en Salamanca en 1597, sendos aportes a la escolástica española, la cual tuvo una gran influencia en la modernidad europea. Sin embargo, uno de sus aportes más interesantes lo encontramos en su teoría política, especialmente, en su libro De legibus, publicado en 1612 y conocido también en toda Europa.
Para Suárez, en estricto sentido, el poder reside en el pueblo, en la comunidad política. Ella posee la potencia, como diría Enrique Dussel. De tal manera que, a diferencia de Hobbes, el jesuita no parte de un individuo abstracto, por fuera de la comunidad para fundamentar la autoridad política. Más bien, este individuo en comunidad, refrenda a posteriori la misma, mediante un pacto con un magistrado (monarca) o un grupo de ellos o aristocracia a quien se le delega el poder. Desde este punto de vista, el gobierno es meramente un sirviente del pueblo, quien siempre conserva la soberanía, pues la delegación no es absoluta. Dice Dussel en su monumental Política de la liberación (volumen 1): “La comunidad política…siendo la depositaria última del poder político…puede transferirlo o trasladarlo a un magistrado o rey, previo contrato o pacto”, este traslado no es completo, ni irrevocable, sino que es “una concesión condicionada, limitada […] El poder, por consiguiente, dimana del pueblo”. Por lo demás, el pueblo o la comunidad política siempre puede recuperar el poder. Esto ocurre en varios casos, cuando las leyes son injustas, cuando son demasiados gravosas, cuando no se obedecen, es decir, cuando no tienen eficacia. Y si el rey se convierte en tirano y usa el poder para dañar a la ciudad, es lícito defenderse del rey pues el “pueblo nunca ha sido privado” del poder mismo.
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