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miércoles, 2 de marzo de 2016

Normópatas

La normosis académica
La enfermedad de la “normalidad” en la universidad

Renato Santos de Souza*

Traducción:
UniNómada, Colombia
www.uninomada.co

Somos todos normópatas en un sistema académico de formación de investigadores y de producción de conocimientos que está enfermo, y nuestra Normosis académica ha hecho naufragar el pensamiento creativo y la iniciativa para lo nuevo en nuestras universidades.

La enfermedad ha estado siempre asociada a la anormalidad, a la disfunción, a todo aquello que escapa al funcionamiento regular. En el campo médico, la enfermedad es identificada mediante síntomas específicos que afectan al ser vivo, alterando su estado normal de salud. A su vez, la salud se identifica como el estado de normalidad de funcionamiento del organismo.

En analogía con los organismos biológicos, el sociólogo Émile Durkheim propuso identificar la salud y la enfermedad en términos de hechos sociales: la salud se reconoce por la perfecta adaptación del organismo a su medio, mientras que la enfermedad es todo lo que perturba dicha adaptación.

Según esto, ser saludable es ser normal, estar adaptado, ¿cierto? Pero no necesariamente: a pesar de Durkheim, se puede considerar que, desde el punto de vista social, ser demasiado normal puede también ser patológico, o puede conducir a patologías letales.

Los pensadores alternativos Pierre Weil, Jean-Yves Leloup y Roberto Crema han llamado a esto normosis, la enfermedad de la normalidad, algo bastante común en el medio académico en la actualidad. Para Weil, la normosis puede ser definida como un conjunto de normas, conceptos, valores, estereotipos, hábitos de pensar o de actuar, que son aprobados por consenso o por mayoría en una sociedad determinada y que provocan sufrimiento, enfermedad y muerte. Crema afirma que un normópata es aquella persona que se adapta a un contexto y a un sistema enfermo, y que actúa como la mayoría. Y para Leloup, la normosis es un sufrimiento, la búsqueda de la conformidad que impide orientar el deseo al interior de cada uno, interrumpiendo el flujo evolutivo y generando estancamiento.

Aunque fundados en un propósito de análisis personal y existencial, estos conceptos son muy pertinentes respecto a lo que se vive actualmente en las academias. Allí, a causa de la normosis, no es sólo el individuo quien se enferma, quien se estanca, quien deja de realizar su potencial creador, sino el conocimiento mismo. Y no sólo en Brasil, sino también en todas partes del mundo.

Peter Higgs, Premio Nobel de Física de 2013, sostuvo recientemente que, en el medio académico actual, alguien como él no tendría lugar, que no sería considerado suficientemente productivo y que, si por eso fuera, probablemente no habría descubierto el Bosón de Higgs (la “partícula de Dios”), descrito por él en 1964, pero solamente comprobado en 2012, casi cincuenta años después, con la entrada en funcionamiento de una de las mayores máquinas construidas por el hombre, el acelerador de partículas Large Hadron Collider. Higgs le contó al periódico The Guardian que en su Departamento él era considerado una “vergüenza” por su baja productividad académica en publicaciones y artículos, y que si no fue despedido fue por la inminente posibilidad de que ganara algún día el Premio Nobel en caso de que su teoría fuera comprobada. Él reconoció que, en tiempos como los nuestros, donde predomina la obsesión por las publicaciones al ritmo de “publica o muere”, no tendría ni tiempo ni espacio para desarrollar su teoría. En su época de investigador, no sólo el ambiente académico era otro sino que él mismo era un desadaptado, un anormal, una especie de disidente que trabajaba solo en un área fuera de moda: la física especulativa. De modo que también su teoría es fruto de una saludable “anormalidad”.

Aunque no me sorprenden, las declaraciones de Higgs me parecen en todo caso estremecedoras: es decir, con los sistemas meritocráticos actuales de evaluación y arbitrajes, que privilegian la producción de artículos y no de conocimiento o de pensamientos innovadores, uno de los mayores descubrimientos de la humanidad en las últimas décadas, que le representó a Higgs el Nobel en 2013, probablemente no habría ocurrido, como ciertamente muchos otros avances científicos e intelectuales están dejando de ocurrir a causa de los sistemas actuales de evaluación de la “productividad en investigación”. He ahí la normosis académica cobrando su mayor víctima: el conocimiento mismo.

Por lo demás, nunca se usó tanto la autoridad del Nobel para señalar los desvíos enfermizos de nuestro sistema académico y científico como en 2013. Randy Schekman, uno de los ganadores del Nobel de Medicina de ese año, en un artículo reciente en El País, acusó a las revistas Nature, Science y Cell, tres de las mayores en su área, de representar un verdadero obstáculo para la ciencia al usar prácticas especulativas tendientes a garantizar sus mercados editoriales. Schekman menciona, por ejemplo, la artificial reducción en la cantidad de artículos aceptados, la adopción de criterios sensacionalistas en la selección de los mismos y una absoluta falta de compromiso con la cualificación del debate científico. Y afirmó que la presión para que los científicos lleguen a publicar en revistas “de lujo” como estas (consideradas de alto impacto) los induce a preferir campos científicos de moda, en vez de optar por trabajos más relevantes. Esto explica la afirmación de Higgs sobre la improbabilidad del descubrimiento que lo hizo merecedor del Nobel en el mundo académico actual.

El proprio Schekman publicó mucho en esas revistas, incluidas las investigaciones que lo llevaron al Nobel: a diferencia de Higgs, que era un disidente, Schekman sufrió ya de normosis. Sin embargo, ahora laureado, optó por su propia cura y prometió evitar estas revistas de ahora en adelante, sugiriendo no sólo que todos hagan lo mismo, sino también que eviten evaluar el mérito académico de otros en la producción de artículos. Necesitó un Nobel para liberarse de la enfermedad.

La normosis académica actual se debe a la meritocracia productivista implantada en las universidades, cuyos instrumentos diseñados para garantizar la disciplina y esa enfermiza normalidad son, en el caso de Brasil, los sistemas de evaluación de investigadores y de programas de posgrado, comandados principalmente por el CAPES y el CNPq. En las últimas décadas, estos sistemas han convertido a profesores y estudiantes en productores burocráticos de artículos, apartándolos de los problemas reales de la ciencia y de la sociedad, así como de la búsqueda de conocimientos y pensamientos realmente nuevos. La exigencia de productividad es un estímulo a favor del status quo, que obstruye la creatividad, la iniciativa, el sentido crítico y la innovación, pues innovar, crear, emprender, salirse de lo normal puede ser peligroso, arriesgado e incierto cuando se tienen metas productivas por cumplir; por tanto, no es deseable: es más seguro hacer “más de lo mismo”, que es a lo que la normosis académica condenó a las universidades y a sus integrantes en todo el mundo.

En un artículo que escribí en 2013, afirmé que la meritocracia conduce a una ilusión de eficiencia y de progreso que no puede cumplirse, porque las meritocracias modernas son burocracias. Como bien lo enseñó Max Weber, la burocracia es una fuerza modeladora ineludible cuando se racionaliza y se reglamenta cualquier campo de actividad, como es el caso del sistema científico actual. El sistema fue creado supuestamente para discriminar por mérito a personas y organizaciones académicas, y sobre esta base se montó un sistema tal de reglas, criterios evaluativos, jerarquías de valor, indicadores, etc., que la burocratización de las actividades académicas se volvió inevitable. En la actualidad es este sistema el que orienta las actividades de los académicos, apartándolos de sus propios valores, deseos y convicciones, para que actúen en cambio en función de la conveniencia en relación con los procesos evaluativos, con el fin de mantener bajo control los beneficios o castigos que tales procesos les imponen. Bajo los regímenes de evaluación meritocráticos los académicos se convierten en burócratas comportamentales; y burócratas, como se sabe, por la primacía de la conformidad organizacional a la que se someten, volviéndose inexorablemente impersonalistas, formalistas, ritualistas y renuentes a los riesgos y a los cambios. Se vuelven normópatas, prefiriendo, en el caso de la academia, una producción sin significado, sin relevancia, sin sustancia innovadora pero segura, antes que aventurarse inciertamente en procura de lo nuevo.

Ahora, después de haber escrito esto en aquel artículo, descubro que el Nobel de Medicina de 2002, el surafricano Sydney Brenner, en una entrevista de febrero de 2014 para la King’s Review, afirmó exactamente lo mismo[1]. Entre otras cosas, sostiene que las nuevas ideas en la ciencia son obstruidas por los burócratas de la financiación de las investigaciones y por profesores que les impiden a los estudiantes de posgrado seguir sus propias propuestas de investigación. Al menos es alentador darse cuenta que esta realidad insólita no es tan sólo una versión tercermundista de la búsqueda tardía y equivocada de un lugar al sol en el campo académico actual, sino una deformación que azota también a los “grandes” de la arena científica mundial. Y también lo es constatar que los laureados con el Nobel se hayan percatado de esto y lo hayan denunciado al mundo.

De cierta forma, todos en la academia sabemos que estos sistemas de evaluación académicos han llevado a un productivismo estéril, pero eso no ha bastado para cambiar ni las conductas personales, ni las directrices del sistema, porque la normosis es una enfermedad colectiva, no individual: proviene de la necesidad de legitimación del individuo frente al sistema de reglas, normas, valores y significados que se le impone. Es por eso que el investigador australiano Stewart Clegg afirmó alguna vez que “los investigadores que buscan legitimación profesional pueden con mucha facilidad ser presionados para aprender más y más sobre problemas cada vez más anodinos e irrelevantes, y a investigar más y más sobre soluciones que no funcionan”.

Pero ahora me asalta una pregunta curiosa: ¿por qué tantos galardonados con el Nobel han denunciado este sistema? Porque, según creo, debido a la altura de la distinción recibida, ya no tienen ningún compromiso con la meritocracia académica y pueden hablar libremente del daño que ella causa a ideas tan genuinamente innovadoras que pueden incluso ameritar los laureles. Pero también porque el Nobel escapa a la lógica de la meritocracia, no es un mecanismo meritocrático, por tanto, no es burocrático. ¡Es incluso más de tipo político que meritocrático y burocrático! Es un reconocimiento de “mérito” sin ser una “cracia”. O sea que no hay, a través suyo, un sistema de gobierno de las actividades científicas, y por eso no conduce a una racionalidad formal, pues nadie que esté en sus cabales basaría su actividad académica cotidiana sobre la improbable meta de ganarse, tal vez ya en la vejez, el premio Nobel; y aún si tuviera este excéntrico propósito como pauta, tendría que escapar de la meritocracia que gobierna los sistemas científicos actuales para llegar a un lugar reconocidamente distinto, pues ser normal no conduce al Nobel.

Pero no es ese el mundo de la vida de los seres académicos de hoy. En dicho mundo vivimos bajo una meritocracia burocrática, y en un contexto semejante poco sirven las advertencias de la editora en jefe de la revista Science, Marcia McNutt, publicadas en el periódico Estadão, cuando afirmaba que la ciencia brasilera debe ser más valiente y osada si quiere ganar en importancia en el escenario internacional. Según ella, para crear esa valentía es preciso aprender a correr riesgos y aceptar la posibilidad del fracaso como un elemento inherente al proceso científico. Pero cuando las personas son castigadas por el fracaso, o cuando están enseñadas a que fracasar no es un resultado aceptable, dejan de arriesgar; y quien no arriesga no produce grandes descubrimientos, sólo produce ciencia incremental, de bajo impacto, que es según McNutt el perfil general de la ciencia brasilera en la actualidad. Tal es la normosis académica “a la brasilera” vista desde afuera.

A fin de cuentas, somos todos normópatas en un sistema académico de formación de investigadores y de producción de conocimientos que está enfermo, y nuestra normosis académica ha hecho naufragar el pensamiento creativo y la iniciativa para lo nuevo en nuestras universidades. Sin ellos, empero, no hay ningún futuro significativo para la vida intelectual dentro de dichas instituciones, ya sea en el campo de las ciencias o en el de las artes.




* Publicado en: Lia, mas não escrevia: contos, crônicas e poesias. (Nascimento, L.F.M., Org.). Porto Alegre, 2014, pp. 245-247. E-Book disponible en: http://luisfelipenascimento.net/wp-content/uploads/2014/06/Lia-mas-n%C3%A3o-escrevia.pdf
[1] “La academia y las editoriales están destruyendo la innovación científica: Una conversación con Sydney Brenner”. Disponible en:
http://kingsreview.co.uk/magazine/blog/2014/02/24/how-academia-and-publishing-are-destroying-scientific-innovation-a-conversation-with-sydney-brenner/



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