Carlos Enrique Restrepo
Profesor de Filosofía de la Universidad de Antioquia
La imposición de una política universitaria en Colombia, cuyo proceso
hemos visto consolidarse a fuerza de reelecciones, no deja elección. Los
universitarios quedamos inexorablemente atados a un destino que los
poderes del “mundo suprasensible” ciernen sobre nosotros como una rueda
de Ixión, subyugados a esta especie de curso implacable bajo el cual se
disuelven todas las voluntades y sucumben los intereses primarios que
otrora se consideraban fundantes de la idea de Universidad. Acompasado
por una indeclinable estrategia de reestructuración legislativa y
reglamentaria, y por el dispositivo higiénico de un sitio policial
encargado de acallar el más pequeño “brote” de discrepancia, el proceso
ha iniciado una nueva fase. Ante nuestros propios ojos vamos viendo
levantarse al fin el esperpento todavía difuso de una nueva
“universidad” que ha desnaturalizado el concepto, la práctica y el
sentido de los saberes al condicionar el desarrollo académico,
tecnológico y científico a fines de lucro, sometiéndolos
concomitantemente a los cada vez más abigarrados dispositivos de gestión
y estandarización.
El cliché de la denominada “universidad de investigación” es el que
más fácilmente permite delinear esta mutación profunda, en la que un
ente en esencia distinto ha sustituido a la vieja Universidad. Se lo
reconocerá, sin embargo, aunque en contornos imprecisos, dondequiera que
una neolengua (la de la econometría, la cienciometría, la bibliometría)
y un medio de competencia como el de la financiación por proyectos, con
su respectivo sistema de premios e incentivos, prefigure la
conformación de verdaderas élites pseudocientíficas ordenadas a la
triple función de investigación-transferencia-innovación, para las que
el valor (contante y sonante) de los conocimientos sólo estriba
en su articulación con el “sector productivo”. Los intereses del
“modelo”, como lo llaman sus agentes, son pues extracognitivos. Tal es
el resultado de la disolución del vínculo entre Universidad y Sociedad,
toda vez que lo ha desplazado la reputada triangulación
Universidad-Empresa-Estado.
Las consecuencias del “modelo” son, en cambio, perceptibles de manera
inmediata: quedan en entredicho valores como el de la imparcialidad
académica y científica; los sustituye una interminable cadena de
mediación burocrática por los fondos y las clasificaciones; se segregan
los saberes no rentables dejándolos subsistir en condiciones infamantes;
se promueve, en suma, un darwinismo universitario cuyo mecanismo es la
selección natural, análogo a los dinamismos de competencia que rigen los
intercambios en la sociedad del libre mercado.
El Departamento Administrativo de Ciencia, Tecnología e Innovación
COLCIENCIAS, sus análogos regionales (CONICYT-Chile, CONICET-Argentina,
CNPq-Brasil, CONACYT-México, etc.), así como los Sistemas de
Investigación Universitarios y sus respectivos centros administrativos
son los agentes que sustentan esta imposición eminentemente política.
Ellos integran y garantizan ecuménicamente esta nueva episteme,
que ha pervertido a la Universidad desde sus cimientos, instalando en
ella el artificio de un nuevo juego que, al propagarse entre los
estamentos, enturbia el sentido del trabajo universitario, desagrega las
causas colectivas y desvía el interés primero por las demandas sociales
a las que décadas atrás se debía incondicionalmente la Universidad, así
fuese en la forma de proyecto. Entre tanto, el orden del discurso se ha
convertido en discurso del orden, que como disposición normativa rige
la sacralización de los saberes mediante la gestión de la producción
científica, a la vez que impide, condena y margina tanto los discursos
críticos como las enunciaciones de las minorías.
Ciertamente, hay una parte del conocimiento a la que le va de suyo
producir bienes materiales y servicios, siendo por tanto “productivo” y
“rentable” en términos económicos. Hay otra parte que también produce,
pero a su manera, y que rinde a su manera ―ya no en los términos de la
economía―, caso de la filosofía, la teología, el arte, la literatura,
las ciencias sociales y humanas, saberes que están en condiciones reales
de mayor autonomía al salvaguardar el hecho de darse a sí mismos su
norma, lo cual debería ser el “principio de los principios” para todos
los saberes congregados en lo que todavía queda del antiguo recinto de
la Universidad. Esta parte del conocimiento, el conocimiento espiritual,
social y humano, experimenta necesariamente su desajuste cuando se lo
pone a competir en los estándares del “modelo” y cuando se lo valora con
patrones (y con patronos) que le son constitutivamente foráneos. Pero,
en su afán por preservarse en las condiciones que le imponen los tiempos
siempre modernos, incluso dichos saberes han caído en la trivialidad de
querer mostrar, a costa de sí mismos, que son igual de rentables,
terminando por engranarse de manera también esperpéntica a un sistema
que les es antagónico y contrario por naturaleza.
En las brumas de semejante condición, la de un capitalismo cognitivo
que toca así su entrada triunfal, la pregunta es inminente: ¿Dónde queda
la responsabilidad social, humana, ética y política de los saberes?
¿Dónde quedan la Universidad y sus genuinas dimensiones de sentido en el
trajín cotidiano de ese marasmo de sinsentido tan característico de lo
que hacemos? Si bien la nación colombiana se sobrevive como nación
fracasada, de lo que dan prueba la inequidad, la violencia, la
mendacidad institucional, la decadencia general del orden político,
¿tendremos que decir lo mismo de la Universidad: que ha fracasado y
sigue fracasando, a medida que se aleja más de tareas históricas como la
de la integración social, la integración cultural y la integración
regional en el contexto de la realidad latinoamericana?[1] Lo cierto, al menos, es que la utopía se vuelve disonante para los ritmos que impone la machacona regularidad del capital.
Pero dondequiera que haya imposiciones habrá siempre resistencias. En
el caso de la Universidad, éstas pasan por flujos de discursividades
que reactivan el antiguo “conflicto de las facultades”. El “modelo”
hegemónico de la investigación tendrá que ser, por tanto, necesariamente
desmentido y combatido por ciertos saberes, en un frente de oposición
que habrá de intensificarse a medida que las políticas actuales alcancen
su culminación. Aunque, en sentido estricto, si las preguntas que
formulábamos resonaran debidamente, tendría que ser una exigencia
unánime de académicos, intelectuales, artistas y científicos la de
mantener a resguardo una dimensión más originaria, la de la producción de saber,
por fuera de un “modelo de investigación” del que el conocimiento nunca
tuvo necesidad, pero que ahora vemos conformado y erigido en tribunal a
expensas del trabajo de los universitarios, a los que pretende regir
advenedizamente como su instancia última de validación y legitimación.
Como lo advertía Marx, quien una vez más resulta reivindicado
históricamente a despecho de muchos, el desarrollo industrial y
tecnológico se produce en un movimiento de apropiación progresiva del trabajo vivo
por el capital. Esta apropiación presupone “un desarrollo determinado
de las fuerzas productivas, y entre tales fuerzas, también la ciencia”[2].
La imposición política de un nuevo modelo de “universidad” es relativa a
una fase del capitalismo que “demuestra hasta qué punto el conocimiento
social general se ha convertido en fuerza productiva inmediata, y hasta
qué punto las condiciones del proceso de la vida social misma han
entrado bajo los controles del General Intellect (Intelecto General)”[3].
De este modo, las condiciones de una nueva lucha, que hoy se prefigura
de proporciones planetarias, están dadas: o la Universidad sucumbe
entregada por sus funcionarios de turno al juego de una mercantilización
de la producción de saber, siempre más originaria de lo que
pretenden una “investigación” y una politiquería siervas de la economía
mundial; o bien, recobra esta dimensión, y con ella sus muchos
horizontes de sentido (y de paso su honestidad), en función de la
reapropiación social del conocimiento como patrimonio inmaterial
colectivo.
Coda
Bajo la creciente economización de la vida “democrática”, ningún
flujo escapa al registro y sobre-determinación económica, ya sea un
flujo de petróleo… o de palabras. La cuantificación monetaria sustituye
la valoración de los nuevos valores, reduciendo “el valor del valor” a
una pura y dura monetarización. Es notable, por ejemplo, como las
ataduras del “Tratado de Libre Comercio” ponen en la picota los ya
escasos márgenes de libertad enunciativa, de tal manera que no sólo es
controvertible o condenable políticamente un enunciado, sino
judicializable en nombre de un retrógrado derecho de autor (para el
caso, la Segunda Ley Lleras), que la “investigación” refuerza con el
registro de patentes, degradando la producción intelectual a su
equivalencia general monetaria. Se impone entonces una ley del silencio
económica sobre las posibles enunciaciones, al punto que cualquier
enunciado deberá pasar por el tribunal de los “derechos” para constatar
su autenticidad, pero seguramente también su pertinencia. Si la potencia
enunciativa de las redes modulaban los nuevos agenciamientos
colectivos, los “derechos de autor” moldean las enunciaciones
reduciéndolas a un puro y simple juego de posibles… ¡económicos!
*
En principio, este texto pretendía ser un constructo colectivo, que
alcanzara a componer un “Manifiesto por la Libertad de Investigación”.
En vista de que, como dice Carlos Arturo Gamboa (Universidad del
Tolima), los intelectuales en Colombia están hoy “demasiado ocupados
escaneando sus diplomas”, la iniciativa del manifiesto fue
desafortunada. He recogido, sin embargo, los aportes que a tal efecto me
allegaron profesores e investigadores como Luz Gloria Cárdenas
(Instituto de Filosofía, U. de A.), Mario Elkin Ramírez (Departamento de
Psicoanálisis, U. de A.), Pablo Emilio Angarita (Facultad de Derecho,
U. de A), Jaime Rafael Nieto (Departamento de Sociología, U. de A),
Germán Vargas Guillén (Universidad Pedagógica Nacional) y Ernesto
Hernández (Investigador independiente), a quienes expreso mi
reconocimiento y gratitud.
[1] Cf., Boletín La Palabra, No. 47. Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia, Febrero de 2012, pp. 1-2. Disponible en: http://asoprudea.udea.edu.co
[2] Marx, Karl. “Fragmento sobre las máquinas”. En: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, Vol. 2. Trad. Pedro Scaron. México: Siglo XXI, 1972, pp. 216-230.
[3]Ibíd., p. 230. Cf. Virno, Paolo. “General Intellect”. En: Lessico Postfordista. Feltrinelli, 2001. Versión en inglés disponible en: http://www.generation-online.org/p/fpvirno10.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario