Por: Efrén Giraldo
El capítulo más reciente de la cruzada de Colciencias contra
las humanidades es negarles becas a sus programas de doctorado para destinarlas
con exclusividad a programas científicos, lo que supone una grave amenaza a su
sostenibilidad. Lo llamativo no es esto, toda vez que en los últimos años la
agencia nacional de investigación ha decidido atacar frontalmente los saberes
sobre la sociedad y la cultura, sino la respuesta que sus equivocadas políticas
en lo concerniente a artes, ciencias sociales y humanidades han despertado,
primero en la comunidad académica, y más recientemente en los medios impresos.
Periódicos como El Espectador, El Colombiano y la revista Semana han sacado la
disputa del gueto académico y han mostrado algunas de las implicaciones que
tendría para el país un conjunto de medidas escalonadas como esta. Algo que
sorprende, pues en Colombia a los medios poco les importa lo que pasa con la
educación, y más específicamente con la científica.
Sin embargo, la polémica no es nueva. Los criterios
estrechos y equivocados de nuestra disfuncional agencia a la hora de evaluar
las producciones de los académicos que trabajan en disciplinas sociales y
humanísticas han generado respuestas de diverso tipo. Algunos grupos e
investigadores de trayectoria se han negado a participar de las convocatorias
de medición, aduciendo —además de los ya conocidos problemas técnicos e
inconsistencias que sufren el software, las convocatorias y las regulaciones de Colciencias— una
discriminación que la agencia niega, imputando a los investigadores de estas
áreas una supuesta reticencia a ser medidos. Todo parece indicar que, ante el
dramático recorte presupuestal para ciencia y tecnología que ha hecho el
gobierno, Colciencias está recortando a su vez los presupuestos de las
humanidades, y para ello acude a estrategias soterradas para acorralarlas, con
el agravante de que responsabiliza a los investigadores y grupos de
investigación en pedagogía, historia, literatura, antropología, artes y
filosofía de su propia condena al abandono y la marginalidad.
La respuesta de humanistas, artistas y científicos sociales
a esta coyuntura, y más generalmente a la pregunta por su pertinencia social y
educativa, es deficiente, derrotista y casi siempre débil en su argumentación.
No se puede negar tampoco que, en muchas ocasiones, hay en humanidades —y
también en ciencias— una burocracia improductiva a la que no le gustan los
índices, las clasificaciones ni las mediciones de ningún tipo. Intento aquí
contradecir algunos de los argumentos con los que algunos humanistas han
enfocado la crítica que se les ha hecho.
El primer argumento es que las disciplinas sociales y
humanas no son medibles. Si bien las ciencias sociales en sus facetas más
especialziadas han demostrado el aprovechamiento que pueden hacer de la
estadística, hay otra manera de entender la relación del saber social con lo
cuantitativo: la que nos ofrece —para nuestro consuelo y desconsuelo— la
inconmensurable tradición. A veces, cuando se lee que las humanidades son poco
visibles o poco “citables”, habría que preguntarse de qué se está hablando. La
cienciometría es —y será— siempre impotente para medir la cultura y la copiosa
monumentalidad escrita del pasado, así como la vitalidad de la opinión pública.
El segundo argumento es que son saberes etéreos, que no
tienen ningún trato con lo práctico, una idea bastante prosaica de lo que la
teoría y la práctica son en realidad. Una de las maneras de encarar esta
cuestión es recordando el vínculo profundo que el saber sobre lo humano tiene
con la acción social, las instituciones, las costumbres, la política. ¿Qué
puede haber más práctico que el modo en que vivimos? Un libro reciente del
profesor Jorge Giraldo Ramírez muestra que la guerra en Colombia tiene, entre
otras explicaciones, una que pasa por las ideas de quienes tomaron las armas.
Sociedades tecnocráticas que no atienden a la dimensión
crítica, analítica y axiológica ofrecida por la educación en humanidades acaban
por colapsar, pues economía, gobierno y técnica sin cultura de debate que las
regule acaban por descontrolarse y servir a intereses oscuros. En alguno de sus
textos, Paul K. Feyerabend señalaba lo importante que es para una sociedad
democrática que los no expertos en ciencias tengan el control sobre lo que los
expertos en ciencia y tecnología descubrían. Un corolario de este planteamiento
es que, sin humanidades, sin ética, sin comunicación y sin estética, el saber
científico acaba por ser autoritario y, acaso, contraproducente.
El tercero es que los saberes humanísticos no generan
capital económico, apenas cultivo espiritual. Si bien esto es parcialmente
cierto, y cabe hallar en el desinterés un argumento útil, sobre todo en una
época en que todo tiene precio, valdría la pena analizar el fenómeno desde otra
óptica. Ver en el mecenazgo —o, peor incluso, de la caridad— la única figura económica
para las artes y las humanidades es pasar por alto la posibilidad que estas
tienen de producir bienes, objetos y —quiéranlo o no los puritanos— mercancías.
Civilización, patrimonio, cultura son realidades, no abstracciones. Las
sociedades del conocimiento y la información, de los servicios y los símbolos,
no son pensables solo como productoras de artefactos o de datos duros. En otros
países, la cultura, los museos, los libros son renglones importantes de la
economía, más allá de que dependan de un nuevo gran señor, el turismo.
El último argumento es que, al hablar de humanidades, se
trata de disciplinas que no son experimentales. En lugar de creer que esto les
resta dignidad o importancia, los humanistas deberían pensar en que allí hay
una de sus mejores oportunidades, tal como lo señaló alguna vez Samuel Weber.
Evidentemente, no se trata de experimentos con la naturaleza, sino con lo
social, con lo humano. Inventar nuevas formas de vivir, crear espacios de
intercambio, es el desafío que las humanidades deben afrontar ante las
exigencias actuales y, como en el caso colombiano, ante políticas equivocadas y
administraciones mezquinas que poco pueden hacer con la gestión de comunidades
y realidades a las que no comprenden.
Fuente: ARCADIA