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lunes, 23 de junio de 2014

El Partido Comunista Colombiano en sus alianzas con la burguesía. Una mirada histórica desde su fundación hasta el Frente Nacional


Introducción

El Partido Comunista Colombiano, es la organización partidaria de izquierda de mayor trayectoria histórica. Una revisión a la historia política de esta organización, permite comprender la memoria histórica y la herencia que pesa en sus dirigentes a la hora de valorar los diferentes momentos políticos, sus aciertos y equivocaciones, en la conducción táctica de las fuerzas populares y de su propia organización, en momentos cruciales de la historia política contemporánea.

Para este análisis miraré tres momentos políticos claves de relación entre el PCC y los partidos y clases dominantes: 1. La segunda república liberal 1930 – 1946, 2. De la dictadura civil de Laureano Gómez a la Dictadura de Rojas 1946 – 1953. 3. La dictadura de Rojas a los primeros años del Frente Nacional 1953 – 1960.

1. De la Fundación del PCC hasta el fin de la “segunda república liberal”

El Partido Comunista de Colombia se fundó en el Plénum Ampliado del Partido Socialista Revolucionario (PSR), reunido en Bogotá el 17 de julio de 1930. El PSR había sido creado en 1926, producto de la ruptura presentada entre comunistas, socialistas y liberales en el seno de la Confederación Obrera Nacional CON. Los comunistas liderados por Tomás Uribe Márquez, Ignacio Torres Giraldo, María Cano y Raúl Eduardo Mahecha construyeron una nueva organización con presencia en varios sectores sociales: el naciente proletariado de las economías de enclave (la zona bananera del Magdalena de la United Fruit Co. y el emporio petrolero de la Tropical Oil Company en Barrancabermeja), los artesanos de varias ciudades y los intelectuales radicales.

En sus orígenes el PCC fue un partido fundamentalmente de origen obrero y artesanal, dirigido por varios intelectuales radicales. En gran parte de su historia, el PCC se definió como el partido que constituía la “vanguardia de la clase obrera”, subordinando a otros sectores sociales a esta definición (campesinos, indígenas y sectores medios). Este concepto, propio del marxismo-leninismo soviético, fue clave en las categorías de análisis y prácticas comunistas y jugó un papel fundamental en los debates internos y en las relaciones con otras fuerzas de izquierda, tildadas frecuentemente como “pequeño burguesas”.

En 1934, el PCC decidió participar en la campaña electoral con la candidatura del líder indígena Eutiquio Timoté, para hacer frente al candidato liberal Alfonso López Pumarejo, caracterizado en ese momento como “gobernante burgués pro-imperialista”. El periódico del PCC “El Bolchevique”, analizaba de ésta manera las tendencias políticas del país: El principal enemigo del proletariado, de su partido de vanguardia y de las masas trabajadoras de la ciudad y del campo, es el partido liberal, sobre todo su llamada izquierda y dentro de esta izquierda la variedad fascistizante rotulada unirismo1.

A comienzos de 1936 el PCC, con Ignacio Torres Giraldo como Secretario General, asumió la orientación de la Internacional Comunista de construir Frentes Populares Antifascistas, planteados por Dimitrov en el VII Congreso de la IC en 1935, propuso al Partido Liberal y al Grupo Marxista la construcción del Frente Popular, impulsando la consigna “Con López, contra la reacción”. Con López y el Frente Popular, el PCC avanzó y se desarrolló mediante la creación de la única y poderosa central obrera de los años 30 y 40 la Central de Trabajadores de Colombia CTC. Esta alianza le trajo varios beneficios al PCC, entre otros su crecimiento y expansión nacional, su presencia electoral que en 1943, había llegado a 27.000 votos, con 10 diputados en diferentes asambleas del país, 3 representantes a la Cámara y un Senador2.

Este crecimiento y la autopercepción de su expansión política propiciaron el surgimiento de una actitud política sectaria y hegemonista en sus relaciones con otras fuerzas de izquierda, como el gaitanismo y las demás corrientes socialistas. La autocrítica del PCC sobre su actitud ante el gaitanismo, realizada tardíamente (1960) es indicativa de esa visión hegemonista: “Los comunistas considerábamos en ocasiones a los liberales de izquierda, en vez de naturales aliados, como los más peligrosos adversarios porque pensábamos que deliberadamente contribuían a mantener a las masas bajo la influencia ideológica de la burguesía y no tomábamos en cuenta, antes que sus aspectos negativos, la significación verdadera de sus hondas contradicciones con la clase burguesa. En ese terreno, los comunistas adelantamos luchas exageradas contra la confusa agrupación de izquierda denominada UNIRISMO, que intentó formar Gaitán, aunque sin deslindarla consecuentemente como un nuevo partido independiente de los partidos tradicionales3.”

En 1943, con Augusto Durán como el nuevo Secretario General, el PCC propuso las siguientes orientaciones: El nombre de Partido Comunista no responde a la realidad nacional, porque ahora no se lucha por el comunismo en Colombia, porque ahora lo esencial para nosotros es que nuestra patria sea libre y próspera, que nuestra patria supere el atraso económico que heredamos de la feudalidad4.

En agosto de 1944 en el II Congreso del PCC se cambió el nombre por el de Partido Socialista Democrático, evento apoyado por Alfonso López Pumarejo quien envió como delegado oficial al Ministro de Trabajo Adan Arriaga.

Varios PC del mundo decidieron cambiar su nombre por otros “más moderados”. Sobre esto el caso más influyente fue el del Partido Comunista de Estados Unidos, cuyo Secretario General fue desde 1930 hasta 1944 Earl Browder. En 1944 Browder publicó su libro Teherán, en el que revisaba el planteamiento de Lenin sobre el carácter del imperialismo y el capital financiero, considerando que la II Guerra Mundial demostraba que con la ayuda de los EU las naciones oprimidas podrían superar su secular atraso. Él mismo orientó el cambio de nombre de PCEU por el Asociación Política Comunista de los EU-APC. En julio de 1945, Browder es destituido de la dirección de la APC y sus planteamientos rechazados como revisionistas5.

Durante la década de 1940 las instancias de dirección partidaria tuvieron dificultad en el análisis de los cambios en la sociedad colombiana, particularmente el que las clases dominantes consideraban agotado el modelo gestado durante la Revolución en Marcha, de alianza con el sindicalismo de la Central de Trabajadores de Colombia CTC y algunos intentos democratizadores. Durante la “pausa de Santos” y posteriormente el giro de López el PCC se mantuvo como firme aliado del oficialismo, perdiendo iniciativa en la capacidad de dirigir la movilización popular, como se evidencia en el desastre de FEDENAL (la federación más grande de la CTC que agrupaba a todos los trabajadores del río Magdalena)6. La huelga estalló a finales de 1945 en el gobierno de Lleras y el PSD (nombre que tenía entonces el PC) dirigido por Augusto Durán, esperaba que el gobierno liberal fallase a favor de los trabajadores, como lo había hecho en años anteriores, pero el gobierno derrota al movimiento y junto a los patrones destruye FEDENAL debilitando la CTC.

Posteriormente el PCC hará un balance y responsabilizará de estos errores a Durán y sus seguidores, acusados de estar influenciados por el Browderismo: Nuestro partido difundió intensamente primero los artículos y luego los libros del entonces secretario General del Partido Comunista de los Estados Unidos, Browder, quien utilizó la gloriosa bandera antifascista para encubrir el contrabando de un revisionismo hábilmente disfrazado de consideraciones tácticas. Browder sostenía que se había abierto una nueva perspectiva histórica, de estrecha colaboración en la guerra y después de ella, entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, que aseguraría un mundo sin crisis económicas ni conflictos armados; el paso gradual del capitalismo al socialismo; el desarrollo pacífico de los pueblos atrasados con el apoyo financiero Norteamericano7.

Con la expulsión del sector “duranista”, el PC perdió importantes sectores obreros que eran la base social de Durán, entrando en un proceso de ruralización, tanto por su composición social como por orientación política8.

2. De la dictadura civil de Laureano Gómez a la Dictadura de Rojas 1946 – 1953.

El PCC sostuvo la alianza con el oficialismo liberal, en 1946 apoyó a Gabriel Turbay y no a Gaitán, “el títere del laureanismo” como se le llamaba entonces. La división del liberalismo y este error táctico del PCC posibilitó el triunfo del conservatismo. Todos estos sucesos impactaron profundamente a las jóvenes generaciones de comunistas, que empezaron a desconfiar de las orientaciones de la dirección partidaria. El centro del debate giraba en torno a las alternativas ante la convulsionada situación nacional: lucha política legal con formas de resis­tencia armada o guerra campesina revolu­cionaria.

La proyección sobre la resistencia campesina armada en zonas en las que el Partido Comunista ejercía in­fluencia, oca­sio­nó una pugna entre el sector del Comité Central que plantea­ba defender la legalidad del Partido y buscar acuerdos con los sectores demo­cráticos del Partido Liberal y aquellos sectores minoritarios, que insistían en la necesi­dad de convertir la resistencia armada campesina en la princi­pal forma de lucha para conquistar el poder.

En 1947, tras analizar la situa­ción de violen­cia que empezaba a agudizarse dramáticamen­te en todo el país, el V Congreso del Partido definió una táctica que privilegiaba la alianza con el Partido Liberal en la lucha contra el régimen conservador. Con los liberales estuvieron de acuerdo en que la prin­cipal forma de lucha era la resistencia civil, “Política de masas, acción de masas, resis­tencia de masas y no aventuras”.

Desde antes del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, el país era sometido a una brutal represión, conocida como la reconservatización territorial a sangre y fuego. Ante esta situación de violencia contra las bases campe­sinas y urbanas del PCC este tuvo que autorizar a fines de 1949, los Comités de Autodefensa en el campo, los cuales buscaban proteger a las bases de la represión armada y a la vez conte­ner su imprede­cible respuesta, las con­signas del momento fueron: autodefensa de masas, Reforma Constitucional llamando a una Junta de Gobierno parita­ria y mantenerse como “oposi­ción democrática”. Estas consignas y la táctica que propusieron suscitaron la polémi­ca de parte de los sectores radicales que exigían que el Parti­do se decidiera por la lucha armada como forma principal, más que por la simple resisten­cia.

A comienzos de la década de 1950 en dos eventos del Partido, el XIII Pleno y la fundación de la Juventud Comunista JUCO en Viotá, nuevamente afloraron las discusiones. En el evento fundador de la JUCO en Viotá, Pedro León Arbole­da, su hermano Próspero y Pedro Vázquez Rendón, pero fueron criticados como “aventureros izquierdistas” por Filiberto Barrera durante el XIV Pleno de 1951. La Dirección partidaria soste­nía que todavía se podían utilizar los espacios democráticos que ofrecía el régi­men, y sostenía la tesis de acumu­lar fuerzas en la ciudad y preparar la insurrec­ción9.

En 1952 durante el VII Congreso reali­za­do en abril se evaluó la situación nacional y se exigió que las zonas guerrilleras volvieran a su carácter de auto­defensa de masas. En el Congreso se planteó que “las guerrillas no [serían] un factor decisivo en la lucha por la liberación del pueblo colombiano, mientras no [pudiesen] fundirse en un movimiento popular que se [expresara] en la lucha de masas” y recalcaba, respondiendo a los sectores que cuestionaban tal enfoque del Comité Central que “la extensión y alcan­ce de la lucha guerrillera [había] sido, sin embargo, exagera­da por elementos aventureros o ilusos”10.

Esta situación se dio en un momento en que el gobierno conservador orientaba al ejército a concen­trarse en la lucha antiguerrillera. El Batallón Colom­bia a su regreso de la guerra de Corea aplicó las tácticas contra­guerrille­ras aprendidas de los militares norteamericanos. El sur del Tolima, en el mes de septiembre de 1952 sirvió de laboratorio en el cual se ensayaron las primeras tácticas de guerra de aniquilamiento, que meses después se aplicaron a gran escala contra los campesinos armados de los Llanos.

3. La dictadura de Rojas a los primeros años del Frente Nacional 1953 – 1960.

El 13 de Junio de 1953 las clases dominantes acordaron depositar el control absoluto del poder en el Ejército, aproban­do el golpe militar de Rojas Pinilla.

El liberalismo calificó el 13 de junio como fecha de la liberación nacional, y los periódi­cos El Tiempo y El Espectador hablaron de Rojas como el “segundo Libertador”. Por su parte, la dirección del Partido Comunista insistió en la desmovili­zación de las guerrillas y su conversión en movimientos de autodefensa. El Partido ordenó entrar en conversaciones con el Ejérci­to y suspender operati­vos militares.

En las nuevas circunstancias políticas del país, el PCC consideró que en las actuales condiciones, todo intento de pro­se­guir la lucha en su forma guerri­llera, se opone al deseo y voluntad de las masas, la cual exige enrumbar una política de masas, resisten­cia de masas por sende­ros que concuerden con la realidad políti­ca nacional y local11.

La Dictadura de Rojas, cristalizó una política contra el “comunismo internacional”, así que además de lograr la desmovilización de varias guerrillas liberales, expidió un decreto para ilegalizar al PCC y aislar a la jefatura del liberalismo oficialista a quienes solía llamar “guerrilleros intelectuales”, refiriéndose a Eduardo Santos y a Lleras Camargo. Así que el PCC orientó como táctica ante la dictadura “desen­mascarar” a Rojas y presio­nar el cumpli­miento de las promesas guber­namenta­les de paz y reconciliación, lo que indica que guardaba cierta esperanza de que la dictadura militar trajera democratización.

La dictadura de Rojas no fue leída de manera similar por toda la izquierda colombiana, socialistas como Antonio García, la pensaron como una posibilidad antioligárquica que colocaba por fuera a los partidos tradicionales y al PCC. García había tenido anteriormente diferencias con el PCC, en tiempos de Gaitán, García ingresó al Gaitanismo, lo defendió y articuló el Programa del Colón, por lo que muchos militantes del PCC tildarían al gran pensador Antonio García como profascista pequeño burgués. García fue asesor económico de la dictadura y ayudó a estructurar parte de su programa social.

Durante la dictadura, el PCC tuvo que resistir las agresiones militares contra las zonas rurales y mantenerse en la clandestinidad, buscando contactos con el oficialismo liberal. Su táctica fundamental fue entonces recobrar la legalidad, para poder expresar abiertamente su posición, rechazando las tesis de varios de sus militantes de impulsar la lucha armada como táctica y estrategia principal.

Al comienzo del Frente Nacional el partido apoyó deci­didamente al sector liberal:
Nuestro Partido hizo bien en respaldar las campañas del ’frente civil’ de la burguesía en todo lo que tenía de posi­tivo, pero no denunció con la necesaria claridad ante las masas popu­lares su estrecho y exclu­yente carácter de cla­se12.

El apoyo al régimen tiene que ver con la aplicación de la polí­tica de recon­quista de la legalidad y la tesis de construir un “gran partido de masas”. La línea oficial del Partido fue la tesis de la combina­ción de todas las formas de lucha, manteniendo la lucha armada a nivel de autodefensa.

La táctica de lucha del PCC orientada a la defensa de la legalidad del Partido y las alianzas con sectores del liberalismo, profundizó la inconformidad entre varios de sus miembros, quienes veían que el Partido empezaba a perder su vitalidad revolucionaria.

El PCC realizó el IX Congreso a mediados de 1961, planteando como táctica principal para el período, la alianza electoral con el Movimiento Revolucionario Liberal de Alfonso López Michelsen recién creado en 1960. Esta orientación agudizó las diferencias y llevó a una serie de expulsiones masivas. Francisco Garnica, Secretario Político de la JUCO en el Valle fue expulsado en el 5o. Pleno, en 1962. El 11 de marzo de 1962 el Comité Ejecutivo Central de la JUCO expulsó a Edisson Lopesierra, Fred Kaim, Uriel Barrera, César Uribe, Libardo Mora Toro (futuros funda­dores del PC de C (m-l) y Víctor Medina Morón (uno de los fundadores del ELN).

El 3 de diciembre de 1963, Pedro Vázquez Rendón, miem­bro del Comité Central del Partido Comunista envió una carta al Partido cuestionando su expulsión en el 29 Pleno de esa organización. Los puntos esencia­les del documento fueron:
- Cuestionamiento a la creencia del partido en una alianza con la burguesía, o en la existencia de sectores progresis­tas de la burgue­sía. Para él la burguesía colombiana es pro-imperialista.
- Oposición a la estrategia de participar en elecciones, planteando que están cerradas las vías para la partici­pa­ción electoral.
- Condena la línea de la autodefensa para el movimiento campesino, pues impide el avance a “formas superiores de lucha”.
- Defensa de la Revolución Cubana, de la revolu­ción venezo­lana, y de las tesis del Partido Comunista Chino y de Mao Tse-Tung10.

El debate al interior del partido culminó con las expul­siones de una gran cantidad de cuadros del partido, los regionales de Magdalena, Bolívar y la Guajira fueron clausurados en 1963. Y duran­te los dos años siguientes el número de mili­tantes expulsados fue en aumento en los regionales Valle, Santan­der, Cundinamar­ca, Boyacá, Huila y Bogotá.

De la JUCO fueron expulsados el 80% de sus militantes en los regionales de Bogotá, Santander, Valle y la Costa Atlán­tica. Aún en 1966, el PC encontraba dificultades para reorganizar a la JUCO. El dirigente del PC, Álvaro Vázquez se quejaba posteriormente sobre el que, a su juicio, era todavía en los años 70 el gran problema de la Juventud Comu­nista: seguir teniendo una fisonomía de ’partido comunis­ta de jóvenes’, que tiende a acatar con dificultad las directrices del Partido.

EPILOGO

El Partido Comunista, como otros partidos y organizaciones de izquierda ha tenido que enfrentar diferentes contextos políticos, no siempre favorables. Su táctica, producto de una herencia histórica y cultural, para esas circunstancias adversas, ha sido por lo general buscar alianzas y coaliciones con sectores de las clases dominantes para golpear a otros, por encima de la alianza con otros sectores de la izquierda. El resultado de estas alianzas ha sido ambiguo para el PCC, unas veces favorable y otras desfavorable. Para los sectores populares estas alianzas del PCC han sido más desfavorables, por lo que este partido debe realizarse autocríticas frente a su comportamiento político.

NOTAS

1. En Álvaro Tirado Mejía. “López Pumarejo: La revolución en Marcha”, Nueva Historia de Colombia, Vol. 1, Bogotá: Editorial Planeta, p. 311.
2. Álvaro Tirado Mejía, “Colombia: Siglo y Medio de Bipartidismo”, Colombia Hoy, 8a. Edición. Bogotá: Siglo XXI Editores, 1982, p. 161.
3. Partido Comunista Colombiano. Treinta años de lucha del PCC, Bogotá: Editorial Los Comuneros, 1960, p. 29.
4. Daniel Pecaut. Política y Sindicalismo en Colombia, Medellín: Editorial La Carreta, 1973, p. 232.
5. Mao Tse-Tung, “Telegrama al Camarada William Z. Foster”, 29 de julio de 1945 Obras Escogidas, Tomo III, p. 297.
6. Renán Vega Cantor, Crisis y caída de la República Liberal 1942-1946. Ibagué: Editorial Mohan, 1962.
7. PCC, op.cit., p. 58
8. Medófilo Medina, “Mercedes Abadía y el Movimiento de las mujeres colombianas por el derecho al voto en los años cuarenta”, Las raíces de la memoria. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1996, p. 548.
9. Eduardo Pizarro León Gómez, LAS FARC 1949-1966, de la autodefensa a la combinación de todas las formas de lucha, Bogotá: Tercer Mundo Editores-IEPRI UN, 1991, p. 53.
10. PCC, op. cit., p. 101.
11. Ibíd., p. 125.
12. Partido Comunista, Documentos Políticos, No. 13, 1959, p. 28.
13. Pedro Vázquez Rendón, “Carta Abierta al Secretariado del Comité Ejecutivo del Comité Central del Partido Comunista de Colombia. Santa Marta, 3 de diciembre de 1963”, PC de C (m-l) Documentos Volumen 2, Medellín: Editorial 8 de junio, 1975.

viernes, 20 de junio de 2014

¿Por qué los malos resultados en las pruebas PISA?


Por Julián De Zubiría*


Que Colombia haya ocupado el último lugar en las pruebas PISA es frustrante, 

pero hay que entender los resultados en contexto.

 

Por absurdo que parezca, la escuela en América Latina ha venido trabajando sin tener en cuenta cómo funciona el cerebro. Se ha esforzado por transmitir informaciones para que sean recopiladas por los estudiantes, desconociendo que la mente es extremadamente deficiente para almacenar datos. En eso nos superan con creces las computadoras y las grabadoras.

El cerebro está diseñado para crear, soñar, amar, inventar, procesar, analizar e interpretar la información, pero no para almacenarla. Para ello fueron creadas las redes, las USB, los celulares y los discos duros. Sin embargo, hasta ahora no hemos inventado nada que analice e interprete mejor la información que el cerebro humano, posiblemente nunca lo podremos hacer con la flexibilidad, plasticidad y adaptabilidad que lo caracterizan.

Lo anterior es cierto en mayor medida en una época en la que logramos guardar casi toda la información en medios magnéticos. Vivimos una sociedad que posee una red casi ilimitada de circulación de archivos. Esta situación ha permitido caracterizar el desarrollo de la competencia para interpretar y analizar datos, como la meta cognitiva más importante del proceso educativo durante la educación básica.

No se requiere tener en la cabeza la información exacta sobre los accidentes geográficos, los presidentes, los algoritmos, la gramática o los símbolos químicos, como había supuesto la escuela tradicional. Ahora bastará con una tecla de un computador o un celular para acceder a cualquier información necesaria. De la misma manera que hoy en día no tenemos que recordar los números telefónicos ya que éstos se pueden archivar magnéticamente. A propósito, ¿cuántos números telefónicos sabe usted si se le pierde el celular?.

Lo que sí necesitamos con urgencia es que los jóvenes sepan dónde y cómo encontrar la información, cómo interpretarla, analizarla y contrastarla de diversas maneras. Que puedan trabajar hipotética y deductivamente con ella; es decir, requerimos competencias para argumentar, deducir, inferir e interpretar.

Así como los deportistas necesitan ejercitar sus músculos para desarrollarlos, niños y jóvenes tienen que ejercitar una y otra vez sus procesos para pensar. La escuela debería ser un lugar para ejercitar estos procesos de pensamiento en todas las clases, en todos los cursos y en todas las asignaturas. La escuela tendría que ser un gimnasio para pensar.

Sin embargo, por dedicarnos a transmitir múltiples informaciones desarticuladas, los niños y jóvenes en América Latina adquieren muy pocos conceptos de las ciencias sociales, de las ciencias naturales y de la matemática. Es por ello que cuando nuestros estudiantes son evaluados en lectura, en conceptos científicos y en resolución de problemas, América Latina se ubica en la cola del mundo y Colombia, tristemente, sigue peleándose el último lugar.

¿Qué prueban las pruebas?

Pruebas como PISA evalúan competencias para pensar, interpretar, resolver problemas y leer críticamente. Estas competencias no las han desarrollado nuestros estudiantes porque el sistema educativo todavía sigue dedicado a transmitir informaciones impertinentes y fragmentadas.

El origen del problema no está en los maestros, es más complejo ya que todo el sistema educativo está pensado para transmitir informaciones y no para pensar. Así fueron pensados los currículos, los sistemas de evaluación, la selección y formación de los maestros. Así también están pensados los museos y hasta los concursos y noticieros de televisión. Han sido construidos para transmitir informaciones, pero no para interpretarlas, analizarlas o leerlas de manera crítica e independiente.

La solución es sencilla pero requiere un cambio profundo en el sistema educativo. Necesitamos entender que la finalidad principal de la educación básica no puede ser que los niños aprendan fechas históricas, accidentes geográficos o nombres de huesos y plantas que se encuentran libremente en la red. La finalidad no puede ser que los niños aprendan las operaciones aritméticas que hoy pueden resolver con las calculadoras. La finalidad de la educación básica debe ser el desarrollo de las competencias transversales para pensar, interpretar, comunicarse y convivir.

Por ello, las clases deben ejercitar la inducción, la comparación, la generalización y la argumentación. En sociales, por ejemplo, hay que garantizar el dominio de conceptos como los de tiempo histórico, clase social, Estado, revolución o producción. Hay que desarrollar el pensamiento multicausal, crítico y relativista, que les permita a los jóvenes interpretar de manera compleja los fenómenos sociales.

En ciencias naturales hay que comprender a profundidad conceptos como los de masa y energía, desarrollar competencias para explicar y predecir los fenómenos naturales y las competencias ecológicas para convivir con la naturaleza. Eso es miles de veces más importante que saber los símbolos químicos o los nombres de los huesos y las plantas, que solo sirven para resolver crucigramas y para responder los exámenes de los profesores de química.

Por eso los niños suelen botar los cuadernos a la caneca al culminar los grados ya que lo enseñado allí no servirá en la vida. ¿Botarían acaso los cuadernos si en la escuela se enseñara cómo conquistar a las muchachas o los muchachos? ¿Botarían a la caneca los cuadernos si en la escuela nos ayudaran a construir nuestros proyectos de vida, a manejar el dinero o a interpretar de manera compleja la realidad social y natural?

Lo que se sigue enseñando en nuestras escuelas es muy impertinente para los niños, la sociedad y la época porque no se puede transferir a la vida. Por ello, volvimos a quedar en los últimos lugares en las pruebas PISA, que evaluaron como los jóvenes resuelven problemas complejos, mientras nosotros en Colombia seguimos enseñando ortografía y la compleja y abstracta gramática, conocimientos que desconocen hasta nuestros mejores escritores.

* Julián De Zubiría, Fundador y Director del Instituto Alberto Merani - correo@institutomerani.edu.co


Fuente: Semana


 

INCONDICIONALIDAD O SOBERANÍA




La Universidad a las fronteras de Europa*

Jacques Derrida

Traducción: UniNómada
Señor Rector,
Señor Vicerrector,
Señor Presidente,
Queridos Colegas,
Queridos amigos,

¿Qué ocurre hoy en el mundo, y más cerca de nosotros en Europa? ¿Qué sucede en esos límites llamados fronteras? ¿En estos fronts virtuales que trazan todas las fronteras? Frons nombra lo que hace frente, en lo más alto de la cabeza y del jefe (κεφαλή, caput), por encima de la mirada, a la altura capital de lo que es capital, la capital, el capital mismo. Sobre la cara o la fachada eminente de lo más soberano, la cabeza, localidad orientada, superficie de exposición pero también de protección vuelta hacia afuera, hay lugar de hacer frente, como se dice en francés, contra el exterior, es decir, contra el extranjero. Por encima de los ojos, la superioridad, la altura misma del frons, en latín, no lejos del griego ὀφρύς, es también, en esta figura de la figura, un límite territorial, la frontera de un Estado que se dice soberano cuando intenta defenderse atacando sobre una línea de batalla, en el momento de hacer frente contra la invasión del extranjero o del enemigo. En esta guerra virtual o actual, en este borde fronterizo que corresponde a todas las figuras del frente, pero también a todas las metáforas políticas del partido: de derecha o de izquierda, del “frente nacional” al “frente de liberación nacional”, del “frente del rechazo” al “frente popular”, y también el “Frente Islámico de Salvación”.

Ahora bien, ¿qué ha llegado a ser el frente hoy? ¿Se puede impedir que la frontera se vuelva un frente? En el mundo, y más cerca de nosotros, en Europa, en Europa del Sur, ¿por dónde pasan los frentes y por dónde las fronteras? ¿Es posible comparar también los límites de la Universidad con las fronteras, fronteras externas (relación con el mundo, el Estado, la sociedad civil y los campos del poder) o fronteras internas (las disciplinas, las jerarquías y los campos del saber)? ¿La Universidad se pretende también soberana, con una soberanía análoga a la que se confiere a los Estados-nación y que atraviesa hoy, por doquier y muy cerca de aquí, la tormenta que todos conocemos, sin duda más allá de una simple crisis? A menos que la supuesta independencia de la Universidad, la inmunidad, la libertad, la franqueza absoluta que ella reivindica sean todavía más exigentes: ni superiores ni inferiores, sino de otra naturaleza. ¿Cómo debe entonces la Universidad decidir con entera libertad, soberana o no, su propia “política”, su propia “ética”, frente a todos los poderes: poderes de Estado, poderes del Estado-nación, poderes de la Iglesia, poderes ideológicos, poderes económicos, poderes mediáticos, etc., toda vez que estos se disputan una soberanía o se hacen la guerra respecto a la soberanía?

Al momento de expresar mi profundo reconocimiento a la Universidad Panteion, a mis colegas atenienses, a tantos amigos tan queridos, a todos los que me honran hoy con su confianza, debo prohibirme la menor ligereza.

Este no sería el momento, hoy menos que nunca.

La hora es menos propicia que nunca, ustedes convendrán, para efectos de cierto teatro académico.

En estos tiempos de guerra, de una guerra europea, de una guerra mundial incluso, que nadie se ha atrevido a declarar como tal ni bajo ese nombre, en medio de una experiencia indescriptible y difícil de analizar, en la que a menudo resulta para uno imposible elegir su campo y tomar partido, cuando ni siquiera reconocemos los viejos conceptos y los viejos imaginarios del partido o del campo, del frente y de la frontera, de la guerra, justamente, del derecho de guerra y del derecho de gentes, ni siquiera del crimen de guerra, en el momento en el que también los conceptos de lo político, del Estado y de la nación, y también del derecho internacional son continuamente sacudidos por terremotos, ¿no sería indecente ceder a las palabras convenidas, a la retórica circunstancial, a los rituales previsibles de un Doctorado honoris causa? Tratar este Doctorado honoris causa como la formalidad de una ceremonia pomposa, el conservatorio de una tradición piadosamente heredada, una supervivencia intemporal de tiempos pasados, eso sería ante todo incurrir en un acto de ingratitud para con mis amigos griegos y para con la Universidad que me acoge. Eso sería también dar una prueba de trivialidad o de insensibilidad filosófica. Eso sería olvidar la misión y el concepto mismo de ese lugar que llamamos todavía la Universidad (que distingo de cualquier otro instituto de investigación con fines tecno-económicos y dependiente de poderes exteriores). Si yo tratara este Doctorado como decoración u ornato honoríficos, incurriría en injuria ante la gravedad de los tiempos presentes, así como ante aquellas y aquellos que, no lejos de nosotros, sufren incluso al límite de la muerte. Eso sería faltar a las responsabilidades que, según creo, son las nuestras hoy en Europa. Y claro, más allá de Europa.

Tales responsabilidades pesan sobre nosotros, las asumamos o no. Ellas insisten, vuelven una y otra vez para que las recordemos aquí, por ejemplo, en esa prosopopeya de las Leyes que Sócrates en el Critón, en la misma Atenas, hizo hablar. Como es sabido, él les prestaba su voz, pero para hacer como si se dirigieran a él. Como siempre, las leyes de la ciudad, y como en el teatro, estas leyes desempeñaban un papel, representaban lo que Rousseau llamaba una “convención legítima”; implican el rostro oculto, πρόσωπον, una vez más el rostro, la cabeza, el frente. A través de una prosopopeya, las leyes nos dictan sin embargo nuestras responsabilidades, nos hablan, hablan ante nosotros y dentro de nosotros, nos hablan antecediéndonos. Dirigiéndose a nosotros, pero a través nuestro, las leyes nos hablan, hablan por y para nosotros, en nuestro lugar y en nuestra dirección; nos dicen también lo que somos o deberíamos ser; ellas nos dicen, nos expresan y nos definen por su conminación, incluso antes de toda respuesta por parte nuestra. Huir de ellas es, pues, imposible. Denegarlas, desviarse o protegerse de ellas, como intentamos hacerlo con frecuencia, admitámoslo (pues ellas son inconmensurables para nosotros mismos), sería otra manera de reconocer esta herencia inscrita de antemano en nuestra lengua, en nuestras lenguas, en lenguas más antiguas que nosotros y sin las cuales ni siquiera comenzaríamos a pensar.

En la filiación de esas lenguas, el griego no es solamente un idioma entre otros idiomas europeos, entre otras lenguas filosóficas, entre las lenguas en las cuales cuestiones como Europa, la filosofía y la política son llamadas por su propio nombre. Por su nombre, pero también, ahora, en nombre de esta filosofía política ateniense de la hospitalidad, de esta φιλοξενία que ordena recibir al extranjero, al ξένος, y tratarlo como amigo, como aliado, como φίλος. Es así como recibo la oportunidad de ser recibido por ustedes hoy, como huésped y como amigo. El viejo y noble uso europeo de los Doctorados honoris causa, otorgados siempre a quienes son extranjeros respecto a la Universidad que los acoge, y a menudo también extranjeros respecto al país, venidos del otro lado de una frontera, guarda como la filosofía misma, según creo, la memoria de una φιλία o de una φιλοξενία que sigue siendo ante todo una hospitalidad política y una ética en la experiencia del extranjero, incluso del refugiado o del exiliado: en suma, una ética y una política de la frontera.

Es por eso que, avergonzado por no dirigirme a ustedes en griego, huésped indigno de la hospitalidad ofrecida, todavía me atrevo a sostener que todo, casi todo lo que me dispongo a decirles, me será dictado, directamente o no, en griego, y desde una memoria griega. Traducido de antemano del griego, lo que me dispongo a decirles está, pues, enseguida retraducido al griego. (Con mayor razón debo agradecer al intérprete que vela en este momento por esta traducción invisible). Todo, casi todo lo que quisiera decirles, me viene de Atenas, vuelve de inmediato a Atenas —y no solamente cuando mencione la ley, el derecho, la política, el Estado y la democracia, pues no olvido que hablo aquí en una Universidad de ciencias sociales y políticas—. Todo, casi todo, parece provenir de esta genealogía ateniense.

¿Pero cuál sería aquí la diferencia entre todo y casi todo? ¿Cómo contar, en suma, con ese casi nada? Quizás ese casi nada alude —según una diferencia apenas audible, aunque decisiva— a una discordancia en la voz misma de las Leyes que interpelan a Sócrates. Como si otra voz viniera a parasitar los νόμοι a los cuales la prosopopeya socrática presta su palabra, las leyes de la Πόλις, de la Ciudad o del Estado, νόμοι τῆς πόλεως. Quizás éstas prefiguran ya la Ley moderna del Estado soberano, y la nota discordante que quisiera sostener hoy viene quizás de un lugar extranjero respecto a esta autoridad soberana. Pero ese lugar extranjero remite quizás todavía a ese tal Sócrates, al lugar desde el cual él hacía hablar las leyes, pero también a un sitio desde el cual ese maestro de la ironía y de la pregunta sin fin habría podido desobedecer, y huir, o resistir, volviéndose así un disidente moderno o un ancestro de la civil disobedience, de la “desobediencia civil” con la cual se responde a la legalidad positiva de un Estado-nación en nombre de una justicia más apremiante o más imperativa.

La inmensa herencia de estas responsabilidades se inscribe, claro está, en lo que llamamos confusamente la filosofía de nuestra cultura, más rigurosamente en todo aquello de lo que la Universidad europea es a la vez archivo y ley, como si —incorporando en sí mismos la memoria— las tablas, los tableros, e incluso, las actuales pantallas de ordenador siguieran asemejándose a ciertas tablas de la ley, a los cuerpos, a los archivos y a los soportes de las constituciones, de las legislaciones que velaron por la invención de la Academia, del Liceo, y luego de la Universidad. Es cierto que no estamos ya en tiempos del Critón y que nadie se atrevería a presentarse como Sócrates, ni siquiera como su descendiente perdido o como un nieto degenerado de Sócrates, mucho menos como un prisionero condenado a muerte por corromper a los jóvenes ciudadanos. Y aún así, lo que sobre todo me dispongo a sugerir para someterlo a discusión será menos dócil de lo que Sócrates lo fue para esas Leyes que le recuerdan la soberanía de la πόλις: “Dinos, Sócrates, ¿qué piensas hacer?”, le preguntan las Leyes a Sócrates. “¿No es cierto que, por medio de esta acción que intentas, tienes el propósito, en lo que de ti depende, de destruirnos a nosotras y a toda la Ciudad?” (Permítanme leer estas frases en griego antiguo: “Εἰπέ μοι, ὦ Σώκρατες, τί ἐν νῷ ἔχεις ποιεῖν; ἄλλο τι ἢ τούτῳ τῷ ἔργῳ ᾧ ἐπιχειρεῖς διανοῇ τούς τε νόμους ἡμᾶς ἀπολέσαι καὶ σύμπασαν τὴν πόλιν τὸ σὸν μέρος”). “¿Te parece a ti que puede aún existir sin derrumbarse una Ciudad en la que los juicios que se producen no tienen efecto alguno, en la que los particulares pueden suprimir sus efectos y destruirlos?” (Critón, 50 a-b).

Esas responsabilidades obsesivas nos apremian de manera más urgente, más acuciante (justamente como lo que apremia en la frontera, como lo que hace presión sobre la frontera, como lo que presiona sobre el concepto de frontera) y, de forma ejemplar, en las fronteras de Grecia y Europa, tan cerca de la ARYM[1], de Serbia, de Albania, de Kosovo. Tales responsabilidades no se detienen con la ciudadanía europea o griega. Pero si ellas son universales, ¿en qué medida son también hoy universitarias, de manera específica e imperativa? ¿En qué medida tales responsabilidades son nuestras en la Universidad? ¿Y en la filosofía, esta disciplina generalmente asumida como tal en lo que llamamos, con una vieja palabra cargada de historia, las “Humanidades”? ¿Acaso nos corresponde hoy darle nuevas tareas a lo que se conserva bajo esa vieja palabra, las “Humanidades”, mediante nuevas interpretaciones, discusiones, puestas en marcha, reivindicaciones de lo que llamamos los derechos del hombre, y, de esta manera, mediante los terremotos de este siglo, los sismos fronterizos que alcanzan a desplazar las definiciones del frente y de la frontera, mediante las guerras sin guerra, mediante el nuevo concepto de crimen contra la humanidad y el nuevo derecho, mediante las instituciones originarias a las que dicho concepto nos induce? Pues las viejas preguntas ontológicas, “¿qué es el hombre?”, “¿en qué consiste la humanidad del hombre?”, “¿qué es lo propio del hombre?”, están ahí de nuevo puestas en juego en los conceptos relativamente modernos de los “derechos” a los que llamamos del hombre y en el concepto jurídico mucho más reciente de “crimen contra la humanidad” (1945). Enteramente reactualizada, la pregunta por el hombre debería dotar de una urgencia desconocida, incluso de un sentido poco común, a lo que denominamos las Humanidades, en inglés las Humanities, o en alemán Geisteswissenschaften. La pregunta por el hombre es despertada violentamente del sueño dogmático por la guerra sin guerra y sin frente, así como por las ciencias de lo vivo o de lo animal, por las tecnociencias que vuelven cada vez menos seguro lo que llamamos lo propio del hombre.

La idea de Universidad no es, en efecto, en sentido estricto, una idea de la Grecia del siglo V; no nace con el origen de la filosofía, y sin embargo, diré enseguida cómo proviene de ella. La idea de Universidad, en su forma medieval o en su forma moderna (más o menos heredada por el modelo alemán y berlinés del siglo XIX) es una invención europea, por enigmáticas que sean o resulten estas palabras, Universidad y Europa. Si hoy hay universidades en todas partes del mundo, a menudo están instituidas bajo el modelo de la Universidad europea moderna, lo que confirma cierta homogeneidad —preocupante y problemática— entre mundialización y europeización, o lo que la δόξα cree reconocer bajo estas palabras.

Ahora bien, la pregunta que quisiera plantear aquí, en el tiempo del que dispongo y en los límites de este discurso, no será inspirada solamente por la razón y apoyada en razón de nuestra pertenencia común a Europa, a la vieja Europa o a la Europa que se busca, puesto que, aunque esta fuera una buena razón, no sería una razón suficiente. ¿Cómo interpretar, incluso más allá de nuestra ciudadanía europea, nuestra responsabilidad universal de universitarios en tiempos de guerra? Y esto ya no ante la guerra ni por encima del conflicto, como se dice, sino a la vez al borde de una guerra bastante próxima, e incluso en el corazón de un conflicto que todo el mundo reconocerá bajo el nombre de Kosovo, en una tormenta que sin embargo ya no responde ni al concepto ni al nombre, esto es, a los frentes tradicionales de la guerra, a sus frentes de vida y de muerte, a sus frentes de matanza, como tampoco a sus frentes conceptuales, tales como el derecho europeo los definía hasta ahora. Pues tenemos aquí el caso de una guerra sin guerra, una guerra sin declaración de guerra entre Estados soberanos (y es de soberanía de lo que quisiera hablar).

¿Quiénes son los contendientes en esta guerra sin nombre? La alianza político-militar de los Estados-naciones del Atlántico Norte, Estados-naciones de Europa y América, una alianza constituida en tiempos de la guerra fría, sostiene de modo grandilocuente que no quiere arriesgar la vida de nadie, ni de su lado ni del otro, ni de un civil ni de un militar —distinción vuelta hoy tan caduca y problemática como la vieja distinción entre la στάσις de una guerra civil y el πόλεμος de una guerra entre Estados—. Sin declarar la guerra, la susodicha alianza de Estados soberanos anuncia que “no matará” en el momento mismo de soltar, e incluso, de experimentar los armamentos high tech más potentes y mortales, los misiles llamados inteligentes o sofisticados (¿qué habrían dicho los maestros del σοφόν respecto al uso actual de esta palabra?), pero también los más ciegos y bárbaros, mientras que del lado de Serbia, Estado europeo que no hace parte —como Francia y Grecia, por ejemplo— de la Unión Europea o de la OTAN, y en nombre de su autoridad soberana sobre una provincia a la que no hace mucho privó arbitrariamente de su autonomía, se practican exacciones masivas y destinadas a purificar su propio Estado-nación de toda supuesta heterogeneidad, ya sea étnica o religiosa. No olvidemos que esta violencia y estas violaciones responden, desde todos los lados de lo que ya no es un frente, a intereses no declarados, pero también a pasiones indisociablemente nacionales, étnicas, raciales y religiosas, cuya forma es tan arcaica como el asunto de una fantasmática de las raíces y de las posesiones territoriales que nuestra modernidad nos enseñó a disociar de la política y de la razón política. De acuerdo con esto, lo político ya no tiene lugar, si puedo decirlo así, ya no hay τόπος estable o esencial; está sin territorio, desterrado por la tecnología, por la aceleración y la extensión inauditas de las distancias telecomunicacionales, por irresistibles procesos de deslocalización. He aquí un tema de meditación sobre nuestra herencia ateniense, pero también más allá de ella: lo político ya no está circunscrito por la estabilidad que liga al Estado con la tierra, con el territorio, con el terruño, con la frontera terrestre, ni con la autoctonía —ni siquiera con el lugar de sepultura que Edipo quiso ocultar a Antígona y a Ismene—. Por otra parte, lo recuerdo de pasada, los conflictos en curso no provocan solamente los sufrimientos, las heridas, las muertes de las guerras clásicas, ni solamente los éxodos y los desplazamientos de población propios de las guerras de este siglo. Se desarrollan también mundialmente en esos nuevos frentes virtuales que son, desde dos o tres lados, los media, la televisión, el e-mail, la Internet. La cuasi-guerra mundial es también la guerra en la World Wide Web que se disputan a la vez los poderes de los Estados-naciones o las coaliciones de los Estados-naciones hegemónicos, las corporaciones de capitales supranacionales (capaces, desde dos o tres lados, de todas las manipulaciones posibles), y los ciudadanos o no ciudadanos de cualquier país resistentes, opositores, disidentes que pueden así, gracias a los mismos poderes técnicos del e-mail y de la Internet, liberarse de los poderes del Estado o del capital y producir por tanto cierta afirmación democrática, cosmopolítica, incluso metaciudadana. Así, por ejemplo, hace algunas semanas, en plena guerra, universitarios e intelectuales de todo el mundo lograron desafiar a los aparatos estatales para celebrar por Internet el aniversario de la radio libre de la oposición democrática serbia (B-92) que fue oficialmente silenciada por el gobierno de Milosevic, como lo fue también luego, más gravemente aún, y de manera no menos perversa, por los bombardeos de la OTAN. Pues si se quisiera verdaderamente poner fin a la política serbia, ciertamente desde hace mucho tiempo habría algo mejor que hacer que atacar a Belgrado desde tan alto y desde tan lejos, y tan cruelmente. No había ninguna necesidad de pseudoexpertos militares o diplomáticos para saber que había algo mejor que hacer: por ejemplo, ayudar a la oposición serbia.

Vivimos, pues, una simultaneidad anacrónica, si así puede decirse, el contratiempo desligado de modelos que pertenecen a configuraciones heterogéneas de la historia humana: los poderes y el capital de la teletecnociencia más sofisticada cohabitan, poniéndose a menudo al servicio de las pasiones arcaicas del animal político; por ejemplo, del fantasma de una pureza racial o étnica, cultural o lingüística que no resiste ni un instante al análisis.

No haré aquí —pero habría que hacerlo— una descripción patética o polémica de los sufrimientos infligidos desde todos los lados de lo que ya no es ni una frontera ni un frente: sufrimientos de los que tenemos tantas imágenes atroces, sufrimientos que a menudo permanecen para nosotros invisibles, sufrimientos infligidos a individuos o a pueblos y que, tan absolutos como la singularidad del mal, de la herida y de la muerte, quedarán para siempre indecibles e injustificables. Tampoco haré —pero habría que hacerlo— el análisis de la argumentación desplegada mediante la retórica de los partidos presentes. El arsenal histórico y jurídico-político de las buenas razones y de las buenas conciencias nos ocuparía durante horas sosteniendo todas las causas, en el triángulo infernal de la OTAN, de Serbia y del movimiento independentista de Kosovo. En cambio quisiera, aunque sea sumariamente, poner a consideración una sola pregunta, incluso una hipótesis, sobre el lugar, la significación, y me atrevería a decir, la misión de la Universidad, y así mismo, sobre la tarea de la filosofía y de las nuevas Humanidades en esta guerra sin nombre, en estas guerras sin nombre —pues, por desgracia, hubo antes otras guerras también innombrables y purificaciones étnicas del mismo tipo de las cuales Europa y su tutor americano no han hecho ningún caso—. Hay todavía, no lejos de Europa, y alrededor de la cuenca mediterránea, muy cerca de aquí, tantos pueblos oprimidos y reprimidos por poderes de Estado más o menos legítimos, más o menos respetuosos de las decisiones de la ONU, y por los cuales Europa y su tutor se preocupan tan poco o tan mal, lo cual debería bastar para inquietar la buena conciencia y el moralismo.

Mi pregunta y mi hipótesis atañen aún al frente y a la frontera, al volverse-frente de la frontera, pero esta vez, de manera más discreta, frágil, difícil también, en la línea de una frontera entre dos conceptos que, a menudo, es difícil disociar: la incondicionalidad y la soberanía. Estas son dos representaciones próximas, pero heterogéneas, de lo que llamamos la libertad.

La idea moderna y europea de Universidad supone, en su principio mismo, el derecho incondicional a la verdad; o mejor aún, el derecho incondicional a plantear cualquier pregunta necesaria respecto a la historia y a los valores mismos de verdad, ciencia, e incluso de humanidad. En principio, no hay ningún límite en la Universidad para el examen crítico —que yo prefiero llamar deconstructivo— de ninguna presuposición, de ninguna norma, de ninguna axiomática, y en consecuencia, de ninguna filosofía política, de ninguna ideología, de ningún dogmatismo religioso o nacional, así como de ninguno de los poderes económicos, sociales, nacionales, religiosos que, de una u otra manera, son sostenidos, representados y servidos por ellas. Y servidos hoy de modo indispensable, en el nuevo espacio público, por ese otro poder capitalístico-ideológico-económico que se llama el poder mediático, instrumento heterogéneo y contradictorio, ciertamente, pero blanco virtual de todos los frentes. La Universidad tiene incluso el derecho de examinar sin presupuestos la idea de hombre, su historia y sus transformaciones, como quiera que dicha idea condiciona el humanismo, los derechos del hombre, la noción de crimen contra la humanidad. No para amenazar o destruir todo lo que se instituye de esta manera, sino para exponerlo a las exigencias de un pensamiento que, por otra parte, no se reduce ni a una disciplina (antropología, derecho, historia, etc.), ni tampoco a la filosofía, ni a la ciencia, ni mucho menos a la crítica. Y justamente lo que llamo pensamiento es lo que corresponde a esta exigencia incondicional. Considero que el pensamiento no es otra cosa que esta experiencia de la incondicionalidad y que no es nada sin la afirmación de esta exigencia: cuestionarlo todo, incluso el valor de la pregunta, incluso el valor de verdad y de verdad del ser por el que se fundan la filosofía y la ciencia. La afirmación sin límite de este derecho incondicional a un pensamiento liberado de todo poder y justificado para decir públicamente lo que piensa (tal fue la definición de la Ilustración según Kant) es una figura de la democracia, sin duda, de la democracia siempre por venir, más allá de lo que liga a la democracia con la soberanía del Estado-nación y de la ciudadanía. Democracia por venir, pues lo sabemos bastante bien, ni lo que hoy llamamos democracias ni las universidades parecen reconocer de hecho este derecho de principio que, sin embargo, las convoca y las instituye. Esta franqueza democrática, esta libertad incondicional supone, pero sin reducirse a ella, lo que llamamos la libertad académica (noción restringida e intrauniversitaria), así como tampoco se reduce a la libertad de opinión, de palabra y de expresión presuntamente aseguradas por las constituciones de los Estados.

¿Por qué insistir tanto aquí y ahora en esta libertad incondicional de la Universidad que permitiría cuestionar el principio de todo poder —en principio, para pensarlo con total independencia, incluso respecto a la resistencia, la desobediencia o la disidencia? Porque resulta evidente que esta libertad puede asemejarse, y a veces parece vincularse con lo que llamamos justamente soberanía, por ejemplo, la soberanía de Dios, la soberanía de un monarca, la soberanía de un Estado-nación, la soberanía del pueblo mismo. Ahora bien, el vínculo de esta semejanza es una analogía inquietante, seductora pero engañosa. Quisiera ponerla en duda hoy, en este momento singular que vivimos, no solamente con miras a depurar un análisis conceptual, una deconstrucción genealógica o una crítica especulativa (lo cual será necesario en todo momento y a otro ritmo), sino también para afirmar aquí que es en la Universidad, en lo que ella representa en todo caso, gracias a esta libertad incondicional, que podemos y debemos cuestionar hoy el principio de soberanía, o pensar el cuestionamiento histórico —actualmente en curso— del principio de soberanía, de ese fantasma de la soberanía que inspira también la política de todos los Estado-nacionalismos. Éstos se enfrentan todavía hoy en una guerra sin nombre sobre unos frentes a la vez simbólicos, virtuales y reales, pero, en todo caso, mortales. Así pues, si como muchos otros me he sentido obligado durante los últimos meses a guardar silencio, si no he podido elegir mi campo ni tomar partido, si solamente he podido lamentar las víctimas (kosovares y serbias), sintiéndome unido solamente a los opositores, a los disidentes y a los resistentes, sin estar nunca de acuerdo con las políticas ni del Estado serbio, obviamente, ni de la OTAN, ni tampoco con la que sostiene, de manera militarmente organizada, la reivindicación de un Estado-nación en Kosovo bajo el modelo de los demás Estados-naciones llamados soberanos, es porque desde estos tres lados —y digo desde los tres— se actúa en nombre y bajo las órdenes de ese arcaico principio-fantasma de la soberanía. No tiene nada de sorprendente que este principio-fantasma de origen teológico sea indisociable de una ideología étnica, nacionalista, estado-nacionalista (en su concepción más o menos moderna), así como de cierto fermento religioso, que se reconocen por su lógica gregaria y por su fuerza compulsiva en los conflictos actuales: la religión, la etnia y el Estado-nación se mezclan en un mismo discurso soberanista. Sería demasiado fácil demostrarlo del lado de Serbia y del lado de Kosovo, ya que esta idea de soberanía es explícita desde ambos lados: del lado de quienes sostienen en Serbia que Kosovo hace parte o debería hacer parte de la Gran Serbia y que toda agresión viola la soberanía del Estado serbio, su memoria y su identidad; y también del otro lado, donde la aspiración armada a la independencia obedece a una estrategia de la soberanía kosovar que apunta a la constitución de un Estado-nación llamado independiente —que, como sabemos, sólo vería la luz bajo otro protectorado disfrazado—. Pero, frente a ellos, del lado de la OTAN, allí donde se pretende justamente actuar en nombre de principios humanitarios y de derechos del hombre superiores a la soberanía de los Estados, allí donde se permite el derecho de intervención en nombre de los derechos del hombre, allí donde se juzga o se pretende juzgar a los actores de crímenes de guerra o de crímenes contra la humanidad, sería fácil demostrar que este humanitarismo, poco preocupado por otros casos en curso de “purificaciones étnicas” en el mundo, sigue estando aún, y brutalmente, al servicio de intereses estatales de toda clase (económicos o estratégicos), ya sean comunes a los aliados de la OTAN o incluso disputados entre ellos (por ejemplo, entre Estados Unidos y Europa). No puedo hacer aquí semejante demostración, pero este análisis posible y necesario sólo puede tener hoy lugar, con total independencia, en la Universidad o en el espíritu de la investigación universitaria; sólo allí puede ser debatido pacientemente, con un rigor inflexible. Solamente en un lugar de cuestionamiento y de afirmación sin límite podemos corresponder a una doble exigencia. Por una parte, hay que proseguir del modo más consecuente posible el análisis crítico y genealógico —que preferiría llamar la deconstrucción en curso— del soberanismo, de los fantasmas de la teología política y de la ideología Estado-nacionalista que, siempre inseparables y conjuntamente, mandan de modo más o menos claro, y el análisis de la terrible represión serbia con su proyecto de purificación étnica, y, además, ya no del lado de las víctimas kosovares que sufren todo esto igual que las víctimas serbias, el análisis de las intenciones Estado-nacionalistas de Kosovo que pretende reconstituir, de modo más o menos claro, uno de esos Estados-naciones soberanos, una de esas entidades étnico-religiosas de tendencia homohegemónica, en el momento en que la susodicha soberanía parece un modelo cada vez más arcaico. La tarea crítica es compleja, tanto como su estrategia. No descuidemos esta complejidad, pues, una vez más, es en la Universidad que podemos estar atentos a ella con la paciencia y prudencia requeridas. Paciencia y prudencia, pues la ideología de la soberanía puede tener provisionalmente, aquí o allá, afortunados efectos de emancipación. Además, no olvidemos un hecho de enormes y graves dimensiones: los productores, los apologetas, incluso los propagandistas de esta ideología Estado-nacionalista, a menudo asociada a las Iglesias y a la etnia, pero siempre religiosa en sí misma y por esencia, son también a menudo escritores, publicistas, intelectuales y universitarios. Pero, por otra parte, la misma exigencia debe impulsar a revelar, del lado de la OTAN, una ambición casi simétrica, y enfatizo, casi simétrica. Tras su discurso de los derechos del hombre que pretende —de manera a veces sincera en algunos de sus voceros y en algunos ciudadanos— hacer pasar la preocupación moral y humanitaria por encima de los intereses Estado-nacionales y, en consecuencia, por encima de la soberanía, los aliados de la OTAN ponen en marcha una política contradictoria que, de modo más o menos claro, es confiada a pseudoexpertos de toda clase, cuanto más arrogantes más falibles, sean cuales sean (y no pienso solamente en los militares). Las estratagemas de la OTAN sirven también a los intereses, a los poderes y a las intenciones hegemónicas de Estados-naciones ya sean aliados o enfrentados, poco importa, como Estados Unidos y Europa. Digo “casi simétrico” porque la relación de fuerzas económicas y militares es, a la larga, demasiado desigual, pero también porque, incluso sirviendo de coartada imperfecta, el discurso de los derechos humanos tiene un porvenir que el nacionalismo y el soberanismo ya perdieron, al menos como conceptos fundamentales de lo político. Cuando un secretario general de la OTAN, seguramente bien intencionado como Javier Solana, declara (25/4/1999): “Estamos entrando en un sistema de relaciones internacionales en el cual los derechos humanos y los derechos de las minorías son cada vez más importantes, incluso más importantes que la soberanía”[2], anuncia un porvenir hacia el cual, en efecto, “estamos entrando”. Pero en el intervalo de este progreso, la inadecuación permanece y permanecerá por siempre. Dicha inadecuación atraviesa el discurso de los derechos humanos y de las minorías. Es por eso que debemos deconstruir hasta el infinito, pero también denunciar los mecanismos, las artimañas y las mentiras a través de los cuales este respetable discurso sobre los derechos humanos se ajusta, de manera injusta y selectiva, a las intenciones hegemónicas de superpotencias Estado-nacionales. Éstas no renuncian a su propia soberanía. En cuanto lo estiman conveniente, ya no respetan ni siquiera a las organizaciones del derecho internacional que ellas mismas instituyen y a las que siguen dominando. Por lo demás, Estados Unidos y los países de la OTAN no son los únicos en hacer poco caso a la ONU cuando les parece útil; tampoco Serbia es el único país en practicar la “purificación étnica”. Tal purificación, ya lo he dicho, prosigue no muy lejos de aquí, bien lo saben ustedes, según otras vías y a otros ritmos.

Ahora bien, ¿qué es lo que permite distinguir entre, por un lado, la libertad en principio incondicional del pensamiento, que encuentra su mejor ejemplo y su derecho de ciudadanía en la Universidad, y, por otra parte, la soberanía, particularmente la soberanía Estado-nacional? En último término, una historia teológico-política del poder. No puedo desarrollar aquí esta argumentación, pero en ella deberían aparecer en primer lugar los orígenes teológicos del concepto de soberanía (“soberano”, “superanus”, de “superans”, significa en principio la omnipotencia, la predominancia y la superioridad de Dios, del Señor-Dios, por tanto, del monarca absoluto por derecho divino). Este concepto de soberanía sigue estando marcado por una ascendencia religiosa y sacra, incluso cuando es transferido al pueblo y al ciudadano. El contrato social de Rousseau marca un gran momento en esta mutación cuya fractura no afectó, por lo visto, la solidez teológico-política de la semántica de la soberanía. La soberanía divina o monárquica fue transferida al pueblo, como república o como democracia supuestamente secularizada, libre y autodeterminada. El pueblo se vuelve el soberano, uno, inviolable e indivisible, fuente absoluta del poder y del derecho. Cuando Rousseau, al comienzo de El contrato social, al igual que Sócrates en el Critón, hace sonar en su voz la voz de la ley como ley de su propio país, escribe: “Nacido ciudadano de un Estado libre y miembro del soberano, por débil que sea la influencia que tenga mi voz en los asuntos públicos, el derecho que tengo de votar basta para imponerme el deber de instruirme. ¡Estaré feliz siempre que, al meditar sobre los gobiernos, encuentre en mis investigaciones nuevas razones para amar al de mi país!”. Así, él legitima esta conversión aparentemente secularizante y humanizante del concepto religioso de soberanía, el cual pasa por tanto a hacer parte de los conceptos sobre lo político, como nos lo recuerda Carl Smith al señalar que en éstos quedan herencias teológicas secularizadas. Ser un ciudadano libre, tener derecho al voto, tener una voz, como se dice, una voz política, es ser miembro, es participar del cuerpo soberano (“Nacido ciudadano de un Estado libre y miembro del soberano”, dice Rousseau). El individuo contrata consigo mismo y queda comprometido bajo una doble relación: como miembro del soberano y para con el soberano. Con esto que Rousseau llama una “convención legítima”, esto es, una especie de ficción legal, se funda el orden social como un espacio sacro y sacramental: “el orden social es un derecho sagrado”, dice Rousseau. Todo lo que procede de “la voluntad del pueblo o la voluntad soberana, la cual es general” es “sagrado y por lo mismo inviolable”. Teniendo en cuenta esta aparente secularización y esta democratización que transfiere la soberanía divina o monárquica al pueblo que se autodetermina, ciertamente Marx tiene razón al distinguir en su Crítica de la filosofía del Estado de Hegel entre dos conceptos de soberanía: la soberanía del monarca y la del pueblo. “Soberanía del monarca o soberanía del pueblo, he ahí la cuestión”, dice él. También tiene razón al decir que hay dos conceptos distintos de soberanía, la soberanía divina y la soberanía humana. Pero, a pesar de esta distinción justificada, insisto en creer que la filiación teológica de la soberanía se mantiene, incluso cuando hablamos de libertad y de autodeterminación popular. En esta forja volcánica, en este hogar ardiente (hogar familiar y teológico-político de la filiación), se forjan o se fomentan aún hoy todos los Estado-nacionalismos beligerantes, en los que la pasión étnico-religiosa se vuelve oscuramente indisociable de la reivindicación de soberanía, de poder autodeterminado, por medio de presuntas purificaciones de toda especie. Siempre mediante el fuego y la sangre. Por otra parte, la división o repartición de la soberanía ha sido recomendada en este siglo por las Conferencias de La Haya, en 1899 y en 1907, luego por la Sociedad de las Naciones y la Carta de las Naciones Unidas, y recientemente, por el proyecto de la Corte Penal Internacional (rechazado todavía por Estados Unidos y firmado por Francia sólo tras muchas reticencias y precauciones dilatorias). Lejos de ver en ello una amenaza para la ley, todas estas instituciones han señalado que la limitación de la soberanía es la condición de la paz, e incluso, de la ley en general. Es cierto que la soberanía compartida sigue siendo una soberanía, y esta es la ambigüedad de todo el discurso jurídico-político que regula las instituciones internacionales y las relaciones tan equívocas, tan dudosas y tan criticables, entre los Estados más poderosos y las instituciones internacionales, en igual medida indispensables e imperfectas o perfectibles.

Estas cuestiones decisivas pero difíciles sólo podemos pensarlas, considerarlas de forma serena y radical, en lo que la Universidad simboliza hoy. La incondicionalidad del pensamiento, que debería encontrar su lugar o su ejemplo en la Universidad, se reconoce allí donde, en nombre de la libertad misma, puede cuestionar el principio de soberanía como principio de poder. Cuestionamiento temible y abismal, no lo ignoremos, pues si bien el pensamiento encuentra allí su espacio de libertad, ciertamente se encuentra también sin poder. Se trata de una incondicionalidad sin soberanía, es decir, en el fondo, de una libertad sin poder. Pero sin poder no quiere decir “sin fuerza”. Y quizás allí, discreta y furtivamente, sea atravesada otra frontera, a la vez cruzándola y resistiendo al tránsito, a saber, la frontera poco visible entre la incondicionalidad del pensamiento (que comprendo como la vocación universal de la Universidad y de las “Humanidades” por venir) y la soberanía del poder, de todos los poderes: el poder teológico-político, aún en sus figuras nacionales o democráticas, el poder económico-militar, el poder mediático, etc. La afirmación de la que hablo sigue siendo un principio de resistencia o de disidencia: sin poder pero sin debilidad, sin poder pero no sin fuerza, así sea una especie de fuerza de la debilidad. Lejos de refugiarse tras las fronteras seguras de un campo, de un campamento, de un campus inofensivo y protegido por autoridades invisibles, este pensamiento de la Universidad debe preparar, con todas sus fuerzas, una nueva estrategia y una nueva política, un nuevo pensamiento de lo político y de la responsabilidad política. Para eso, debe aliarse, en el mundo, en Europa y fuera de Europa, con todas las fuerzas que no confundan la crítica de la soberanía con el servilismo, ni tampoco con la servidumbre voluntaria, todo lo contrario.

He aquí lo que comenzaría por responder, casi nada en suma, de manera torpe y aventurada, insolente también, a las leyes de la ciudad (οἱ νόμοι καί τὸ κοινὸν τῆς πόλεως). He aquí lo que habría replicado, casi nada en suma, y eso es todo, a las prosopopeyas, a las voces autorizadas que Sócrates, antes que Rousseau, intentó hacer hablar, intentó e hizo hablar, oyó para hacer hablar. ¿Inventé otros λόγοι que los que Platón nos dejó grabados? Quizás. Pero apuesto, y es un acto de fe en Sócrates el ateniense, que él había oído esas voces casi mudas, esas voces que me invento. Quiero creer que las oyó, aunque haya preferido como buen ciudadano aparentar que no. En cuanto a mí, como cualquier otro y modestamente, sigo siendo ciudadano, ciudadano de mi país o del mundo, ciertamente, pero nunca aceptaría hablar, escribir o enseñar únicamente en cuanto ciudadano, y menos aún en la Universidad. Es por eso que he tenido la desfachatez de desafiar ante ustedes a las leyes de la ciudad. Pero si no me he dejado intimidar por su prosopopeya, ha sido para dar la palabra a otros, vivos o muertos, y a otras leyes. Preferir otra ley a las leyes de la ciudad, esta tragedia nos resulta familiar, incluso demasiado familiar. La memoria griega habrá ilustrado nuestra herencia con algunos ejemplos, sublimes y aterradores.

No me atrevo a comparar el riesgo que ingenuamente corro hoy aquí, en Atenas, como huésped y amigo agradecido.

Les agradezco también la paciencia con la cual han escuchado al Extranjero hablarles por tanto tiempo para no decir nada, o casi nada; eso es todo.

Gracias, perdón.


* Conferencia pronunciada en la Universidad Panteion (Atenas), en la ceremonia de Doctorado Honoris causa, el 3 de junio de 1999. Para el texto original, cf. Derrida, Jacques. Inconditionnalité ou souveraineté. L´Université aux frontières de l´Europe. Atenas: Éditions Patakis, 2002 (texto bilingüe francés/griego). Se omiten en esta traducción las extensas pero valiosas notas al pie de página [N. de T.].
[1] Antigua República Yugoslava de Macedonia [N. de T.].
[2] En inglés en el original: “We are moving into a system of international relations in which human rights, rights to minorities every day, are much more important, and more important even than sovereignty” [N. de T.].